Jacques Sagot, pianista y escritor.
Sepamos trazar líneas demarcatorias ahí donde se impone deslindar nociones radicalmente diferentes: una cosa es el arte y otra la mercancía. Cierto es que la obra de arte –aun la más auténtica– debe asumir, en mayor o menor medida, la forma mercancía a fin de tener presencia en el abigarrado bazar de la cultura. Pero que el arte se compre y se venda no debe llevarnos a la absurda conclusión de que todo producto destinado a halagar nuestros sentidos pueda reclamar para sí carta de ciudadanía en la república del arte.

Lo siento mucho, abolidores inveterados de las jerarquías estéticas, voces que quisieran homologarlo y nivelarlo todo –subterfugio siempre cómodo para los Salieris que miran, desde su irremediable impotencia, el vuelo del albatros del genio–. Una cosa es la Missa Solemnis de Beethoven, y otra muy diferente la meneadita en boga en los bailongos de moda. A quienes hacemos música y literatura –y conocemos ambas artes desde adentro– no nos van a vender la idea de que tanto vale el Magnificat de Bach como el último reguetón, o la obra entera de Shakespeare como una novelilla porno. Este es el tipo de juicio que suelen emitir quienes no son artistas, y ven las cosas desde fuera del redondel.
El arte verdadero exige del receptor una actitud activa, participativa, eminentemente co-creativa. El arte de consumo requiere pasividad absoluta, inatención, esfuerzo mínimo de interpretación.
El arte verdadero sacude, conmociona, perturba. Es un terremoto de magnitud 9,5 con epicentro en el subsuelo mismo de nuestras almas. El arte de consumo es una cosquillita, un arrullito inocuo y facilón.

El arte verdadero busca la resonancia. El arte de consumo es puro impacto, estrépito sin eco, sin reverberación en la conciencia y en la historia.
El arte verdadero es como la aurora boreal. El arte de consumo es un fuego de artificio, una caja de cachiflines que se dilapida en mero relumbrón.
El arte verdadero no es necesariamente agradable (¿son agradables los maremotos o las tormentas de nieve en la cima del Matterhorn?). Kafka, Goya, Poe y Schönberg son a veces francamente desagradables: nos erizan la piel, nos desasosiegan y sumen en el horror. El arte de consumo busca únicamente gratificar. Es la golosina que el nene chillón pide a gritos cada vez que le enseñan el frasco de bombones.

El arte verdadero se experimenta bajo la forma del éxtasis estético, y en ello se asemeja a la vivencia mística. El arte de consumo se experimenta como placer puro. Entre uno y otro existe la diferencia que distingue a la eucaristía de un vulgar hartazgo.
El arte verdadero es generador de lucidez, forjador de conciencia, agente liberador. El arte de consumo es un estupefaciente, es grillete y “paraíso artificial” (Baudelaire). Esa estafa que, en el terreno de la plástica suele llamarse “hamparte”: el hampa del arte.
El arte verdadero ennoblece y dignifica. El arte de consumo envilece y opera como una enorme máquina de entontecimiento universal. Hollywood hace bien en llamarse a sí mismo “industria del entretenimiento”: no invoca la noción de arte. Siquiera es honesto.

El arte verdadero nos confronta despiadadamente con el drama de nuestra finitud, nos obliga a mirar de frente nuestra propia muerte, pero nos ofrece también un vislumbre de eternidad. El arte de consumo se inscribe dentro del modo existencial que Heidegger llama “la inautenticidad” y “la caída”. Todo en él se reduce a escapismo, al mero divertissement pascaliano, la evasión por medio del aturdimiento. Así creemos poder eludir la gran responsabilidad del vivir… y del morir.
La obra de arte verdadera es siempre singular e irrepetible -a pesar del reciclaje de fórmulas y procedimientos retóricos constitutivos de la noción misma de “estilo”-. El arte de consumo obedece al principio de la producción en masa y del ensamblaje en línea: es hijo del fordismo. Se manufactura con criterio industrial y de conformidad con los mandatos de un mercado específico. Entre el cine comercial hollywoodense y una fábrica de embutidos no existe diferencia alguna.

El arte verdadero tiene vocación de perennidad. El arte de consumo sigue cual perrillo faldero a la moda, es por medio de su veleidosa y despótica ama como se constituye. Por tal razón, no escapa a la dinámica típica de toda mercancía: emergencia triunfal bajo la forma de “novedad” o “innovación”, rápida saturación del mercado y subducción inexorable, para dejar el lugar vacante al novel producto que ya le pisa los talones. Como decía Mark Twain: “Es tan mala la moda, que hay que estarla cambiando cada seis meses”.
Soy residente del arte, no me paseo por él con visa de turista. Lo he recorrido con devoción de peregrino, intrepidez de explorador, celo de hermeneuta y la mirada atenta del más avezado de los cartógrafos. Del arte espero el milagro de la experiencia estética, y esta se vive como revelación, como epifanía y comunión. Váyanle a otros con el cuento de que tanto vale la Novena Sinfonía de Beethoven como la última tonadilla de un jetas cualquiera. Son muchísimos ya los años que llevo remontando las laberínticas veredas de la belleza, recorriendo su espléndida topografía, como para no saber a estas alturas distinguir un templo de un burdel.