Jacques Sagot
La tristeza a veces viene a anidar en nosotros. Dejémosla pasar adelante y arrellanarse en nuestro sofá favorito. Es frívola, y no tardará en irse. Lo importante es que no se quede a residir con nosotros. No ofrecerle resistencia, porque entonces además de tristes nos vamos a sentir impotentes.
Dejarla ahí, que se pavonee, que se luzca, que haga su numerito de tap-dance. Que nos amenace con casarse con nosotros, y se venga con maletas y todo. Invocaremos el tiempo, que dicen que todo lo cura, y ella nos responderá que no, que el tiempo no es tan buen médico, y que a veces el paso de los años hace las heridas más hondas, hasta adquirir la dimensión de fosas comunes. No le creamos: es fecunda en ardides, la señora.
Es el “espíritu de disolución” de que hablaba Unamuno. Ese que no nos permite creer en nada, que interpone entre nuestros ojos y la realidad un frío velo negro. El que nos dice que lo único verdadero en la vida es el dolor, que vivimos en una celda existencial, que no hay alivio para nuestra claustrofobia, que haber venido al mundo es la peor cosa que jamás pudo habernos sucedido. ¡Qué fácil abandono a la autocompasión! ¿No es cierto, venerable profesor Schopenhauer? Si, como dice Camus en El Mito de Sísifo, la única pregunta filosófica realmente importante es saber si hemos de seguir viviendo o debemos, antes bien, suicidarnos, ¿por qué, para ser coherente con su filosofía, no se recetó el buen profesor una infusión de arsénico?
Hay que morir, sí, pero ese es un mero trámite. El tiquete que hay que pagar por haber participado en la Gran Fiesta. Y entre el estupor de nacer y el estupor de morir, en el interior de ese paréntesis suspendido en la eternidad… ¡cuántas sonrisas, cuántos dones, cuántos besos, cuántas aventuras, cuántos poemas, y sinfonías, y cuadros bellos como ventanas abiertas hacia un trasmundo más puro y diáfano! Y algunas -o muchas- lágrimas, sí. De todas ellas, sin excepción, se desprende una lección. Hemos venido a aprender, y al que no aprenda se le hará reprobar el curso y se le pondrán orejas de burro. La vida es una escuela para la libertad. ¿Libertad de qué? De nosotros mismos, en primer lugar, llenos de grilletes y cadenas que nos hemos colgado por nuestra propia voluntad; del mundo en segundo, que nos juzga, nos hostiga y nos quisiera siempre bien portaditos de acuerdo a sus férreos y aberrantes cánones.
Rechazo el “espíritu de disolución” y me voy a levantarle las enaguas a la vida, a revolcarme con ella por los zacatales del ocio, a cubrirla de besos como una cálida garúa de estío. Es bella, seductora, y quiere ser amada. Cada centímetro de su piel. A veces dulce y perfumada, a veces amarga, no importa. Todo en ella es don, todo, todo. Decirle “sí” a la vida, cuando a nosotros llega ataviada con su vestido de gala, como cuando se nos aparece disfrazada de segua.
No tengo en el mundo otra misión que amar, y pienso cumplirla.