Jacques Sagot, Revista Visión CR.
No hay límite para la estulticia humana. En 1522, en el pueblito de Autun, Francia, los aldeanos acudieron a la corte eclesiástica en pos de justicia: las ratas se habían comido sus cultivos de cebada. Tras investigar el crimen, el tribunal citó a las ratas a presentarse al juicio. Un funcionario fue enviado al área en que vivían los roedores criminales y les leyó en voz alta la solemne declaración. La corte nombró a un joven abogado llamado Bartolomée Chasseneuze como defensor de las delincuentes. Cuando las acusadas no se presentaron al juicio, Chasseneuze argumentó que la notificación de actos procesales no había sido correcta, pues el caso “ponía en juego la salvación o ruina de todas las ratas”, de manera que todas –no solo las del pueblo– debían ser notificadas. Pese a que los sacerdotes de las parroquias de la diócesis de Autun citaron a la totalidad las ratas, ninguna se presentó en la corte en la siguiente fecha. Chasseneuze adujo que, como estaban dispersas por el campo, necesitaban más tiempo para presentarse ante el tribunal. Sin duda ellas querían apersonarse, pero temían ser atacadas por gatos hostiles, y no era razonable que pusieran en riesgo sus vidas para cumplir con la cita.
No habiendo funcionado su alegato, Chasseneuze apeló al sentido humanitario de la corte: no era justo castigar a todas las ratas por los crímenes de unas pocas. “¿Qué puede ser más injusto que estas proscripciones generales que destruyen indiscriminadamente a aquellos a quienes los tiernos años o la enfermedad les hace incapaces de ofender?” Es un perfecto ejemplo de la llamada “falacia patética”, esa que interpela las emociones y no la razón de los jurados. El vicario, sin duda conmovido por el alegato de Chasseneuze o quizás simplemente agotado por sus objeciones, aplazó el procedimiento indefinidamente. Suena surrealista, por decir lo menos, pero ese juicio efectivamente tuvo lugar, y muchos otros similares fueron realizados entre los siglos IX y XIX.
Hubo topos excomulgados en el valle de Aosta, Italia. En el año 824, un perro fue sentenciado a muerte en Suiza en 1906, y muchos otros ejecutados que no tuvieron la suerte de las ratas de Autun. Estos dos casos son el primero y el último registrados por el lingüista estadounidense Edward Payson Evans (1831-1917), quien encontró documentos de más de doscientos juicios contra animales en casi todos los países de Europa continental, y algunos casos aislados en el Reino Unido, Brasil, Canadá y Estados Unidos.
Se estima que hubo muchos más, de los cuales no quedó evidencia física, pues la práctica era común. Y siguió luego de que Evans terminara de escribir su libro. La mayoría de los acusados eran cerdos, pues los dejaban correr libremente por las calles de las aldeas medievales, y a menudo agredían a las personas, especialmente a los niños pequeños. Pero también hay expedientes de procesos en cortes eclesiásticas y laicas contra asnos, toros, gallos… todo el zoológico. Los cerdos agresores han quedado inmortalizados en la novela Tirano Banderas y la obra de teatro Divinas palabras, ambas de Valle-Inclán.
Mientras los intelectuales debatían si era correcto considerar a los animales responsables de sus crímenes, y críticos como Tomás de Aquino argumentaban en su contra, hay evidencia histórica de que las comunidades se tomaban estos juicios muy en serio. Se practicaron durante más de un milenio. Los litigios eran onerosos: había que contratar abogados defensores para el animal; mientras el acusado estaba detenido tenía que ser alimentado, y si era condenado a muerte la comunidad le pagaba al verdugo de su bolsillo. Los estudiosos de varias disciplinas –la filosofía, de manera preeminente– no desestiman los procesos como una nota a pie de página divertida de la historia o una irracional costumbre del pasado.
He aquí un caso.
Demandante: Familia francesa.
Demandado: Un cerdo.
Cargo: El cerdo fue acusado por entrada no autorizada a una casa y desfiguración deliberada de la cara de un niño. Como resultado de estas lesiones el niño murió.
Veredicto: Culpable (el cerdo no se defendió adecuadamente en el juicio).
Castigo: Muerte en la horca.
Durante el proceso y en el momento de su ejecución, el cerdo era vestido formalmente, con saco y corbata.
La historia de los juicios a los animales es aún más larga. En la Acrópolis de Atenas había un palacio de justicia conocido como Pritaneo donde –entre otras cosas– se juzgaban no solo animales sino objetos inanimados como estatuas, rocas o pilares. El experto Walter Hyde estudió las referencias a estos juicios y cuenta que cumplían con todos los requisitos procesales: tenían lugar al aire libre para que los jueces no se contaminaran con la polución moral que supuestamente emanaba del acusado; si lo consideraban culpable, la corte emitía una orden de exilio del objeto o animal. En un caso, un niño murió al ser alcanzado por una jabalina mientras miraba a un lanzador practicar en el gimnasio. Una corte debió determinar si la culpa era del niño, el hombre o la jabalina. Solo en el caso de que fuera la jabalina, el juicio se llevaría a cabo en el Pritaneo. Según Hyde, los juicios eran necesarios para restaurar el “equilibrio moral” de la comunidad. Para los griegos, la culpa y el castigo tenían que recaer sobre alguna persona, animal o cosa, pues de lo contrario las Furias –los espíritus vengadores del muerto– traerían infortunios a la comunidad. Por cierto, en este caso la jabalina fue declarada culpable, y hubo de ser destruida.
He aquí otro caso.
Demandante: El Gran Vicario de Valence, Francia.
Demandados: Orugas.
Cargo: las orugas provocaban deliberadamente la destrucción de las cosechas del Gran Vicario. Como las orugas incumplieron la cita en la corte de conformidad con la Orden del Tribunal, este nombró un abogado para defenderlas.
Veredicto: Culpables (el abogado defensor no presentó un buen caso en nombre de las orugas).
Castigo: Destierro de la diócesis.
Hyde encontró ejemplos de casos judiciales en muchas sociedades de varios lugares del mundo contra objetos inanimados que iban desde árboles y flechas hasta glaciares, por el daño que les causaban a los valles. Ejemplos como esos y los de los animales son expresiones que dicen mucho sobre los cambios en nuestra visión del mundo y nuestra relación con la naturaleza. “Uno tiene que preguntarse cómo era posible que pensaran de esa manera” –le dijo a la BBC Anil Seth, del Centro Sackler para la Ciencia de la Conciencia, de Sussex, Inglaterra–. “¿Cómo podían atribuirles a los animales ese tipo de responsabilidad moral?” –se pregunta–, y observa que juicios como el de las ratas de Autun convivieron con las corrientes racionalistas y empiristas del siglo XVII.
Hemos de buscar la respuesta en la muy humana tendencia a antropomorfizar todo lo que rodea al hombre en el mundo. Es una consecuencia del humanismo exorbitado e hiperbólico de esos siglos, y que nos viene de Protágoras: “El hombre es la medida de todo cuanto hay en el universo”. El ser humano se reconocía en todas las cosas del planeta, todo se convertía en prosopopeya, en personificación: “la ira del sol”, “la melancolía de la luna”, “el llanto del viento”, “la rabia de la tempestad”. Proyectar sobre el universo inanimado las humanas emociones y facultades era y sigue siendo un valiosísimo recurso poético y retórico, amén de una manifestación egregia del pensamiento mágico, cohabitando con el más radical racionalismo histórico… La noción misma del animismo consiste en una proyección antropopática –el pathos humano– sobre todas las cosas del mundo. La conclusión se impone: el ser humano es una criatura extremadamente compleja, una disonancia viviente, un tejido de antinomias y contradicciones por poco diríase esquizoide.
“El contraste es muy marcado. El filósofo René Descartes era muy reacio a conceder cualquier vestigio de conciencia o atributo mental a algo que no fuera humano” –reflexiona Anil Seth–. “La razón o el juicio es la única cosa que nos hace hombres y nos distingue de los animales”, –insiste Descartes, padre de la filosofía moderna–. Y continúa el pensador: “Los animales son una especie de máquinas bestiales, artilugios biológicos sin ningún tipo de vida interior. Solo los humanos tienen mentes racionales”. Esa forma de pensar al final marcó la pauta, y nuestra relación con los animales cambió drásticamente. “Lo curioso es que esas comunidades de antaño, tan lejanas en el tiempo y el espacio, abordaban la relación con los animales de una manera a la que estamos retornando” –añade Seth–. “Estamos volviendo a atribuirles a los animales estados mentales, percepción consciente; nos hemos hecho más sensibles al dolor que sienten, y nos damos cuenta de que la brecha entre ellos y nosotros no es tan grande”. Es justamente el campo de investigación de la moderna disciplina conocida como “Estudios animales”. Claro que no llegaríamos tan lejos como para llevarlos a juicio…
Un caso más.
Demandante: Zoran Kiseloski, apicultor de Macedonia.
Demandado: Un oso.
Cargo: Robo de miel y daños a la propiedad ajena (las colmenas).
Veredicto: Aunque el oso no se presentó ante el tribunal de la ciudad de Bitola, fue juzgado in absentia y encontrado culpable.
Castigo: Como el animal no tenía dueño y formaba parte de una especie protegida, la corte ordenó que el Estado pagara el daño a las colmenas: 3 500 dólares.
Fecha: Marzo, 2008.
Muchos son los casos de pobres animalitos llevados a la corte por diversos “crímenes”: cabras, cerdos, topos, perros, gatos, caracoles, e incluso, insectos. Un enjambre de abejas fue, por ejemplo, condenado a sofocamiento por haber matado a un hombre, alrededor del año 800. En 1471 un gallo fue sentenciado a muerte y, acto seguido, quemado, tras haber puesto un huevo, lo que se consideraba una afrenta a la creación divina. En 1519 unos topos que arruinaron una cosecha fueron condenados al exilio, pero los que tenían crías recibieron una indulgencia de catorce días antes de ser expulsados. También había abogados especializados en defender a los animales, tal el caso de uno que en 1499 consiguió liberar a un oso que provocó el desconcierto en varios pueblos. El animal fue puesto en libertad después de que su letrado alegara que un oso solo puede ser juzgado por sus pares, es decir, ¡por otro oso! ¿Habrían convocado a testificar en la corte a Yogui, Bubu, Grizzy, Balú, Andy Panda, o los Ositos cariñositos? No me sorprendería.
Hoy en día, los perros han reemplazado a los cerdos de los juicios medievales. Y los delincuentes de cuatro patas más comunes son los pit bulls. Uno de esos casos inspiró al abogado neoyorquino Richard Rosenthal y a su esposa Robin Mittasch a fundar el Proyecto Lexus, “Defensa legal para todas las razas”. Así describen sus inicios: “En octubre de 2009 una perra de raza galgo inglés llamada Lexus, tras ser declarada “perra viciosa” (“vicious dog”), estaba en el corredor de la muerte en un refugio de Rhode Island esperando a que la mataran. ¿Su crimen? Cuando la dejaron suelta en un parque de perros, obedeciendo a sus instintos mató a un cachorro de Pomerania (los perros pequeños y de pelo largo son percibidos por muchos galgos como presas). La perra fue detenida, su propietario asistió a la audiencia sin asistencia legal y el juicio allanó el camino para su ejecución”. Lexus fue liberada tras una ardua lucha legal. Desde entonces, Rosenthal ha defendido al menos a setenta perros.
Para volver a Chasseneuze, se ganó la reputación de ser muy buen abogado gracias al juicio contra las ratas en Autun. Eventualmente, llegó a ser el primer presidente del Parlamento de París y jugó un importante rol en el desarrollo del pensamiento jurídico francés del siglo XVI. Siguió defendiendo grupos vilipendiados, como a una familia de campesinos a la que salvó de morir en la hoguera luego de que la iglesia la acusara de herejía. Fue miembro del Parlamento de Borgoña en 1525, y obtuvo el título de primer presidente del Parlamento de Provenza en 1532. Durante la Reforma, aunque católico, defendió a los herejes valdenses de los pueblos de Mérindol y Cabrières. Legó obras jurídicas importantes: Commentaria de consuetudinibus ducatis Burgundiae (1517), compilación que sirvió para acreditar el derecho consuetudinario francés y fue ampliamente consultado y citado en Francia y el extranjero, utilizándose incluso siglos más tarde para ayudar a interpretar el Código Napoleónico. También escribió una especie de enciclopedia, el Catalogus gloriae mundi (1529), y el Consiliorum Repertorium (1531), donde reunió algunos de sus consejos y asesoramientos jurídicos. Se dice que murió envenenado por un ramo de flores en 1541. Cuesta creer que la carrera de un jurista tan distinguido haya comenzado con un caso de defensa de una colonia de ratas delincuentes que devoraron la cosecha de cebada de su pueblo. Cuesta creer todo lo que en este comentario evoco: soy el primero en reconocerlo. Cuesta creer todo lo que tiene relación con el ser humano.

¿Los cerdos, ratas, perros, topos, pilares, estatuas, rocas, mesas, jabalinas, sujetos de derecho? En 1977 el distinguidísimo ambientalista Roderick Nash presentó un ensayo titulado ¿Tienen las rocas derechos? Si la respuesta es positiva, bien podríamos defenderlas cada vez que son maltratadas en las minas, caleras, carboneras, explosiones de dinamita, y mandar a la cárcel a los picapedreros de todo el mundo por tortura y crímenes de lesa petra. Acaso el agua debería igualmente ser declarada culpable por erosionar a las indefensas rocas: “gutta cavam lapidem non vi sed saepe cadendo”: “gota a gota, el agua perfora la roca”. También tendríamos que sentarlas en el banquillo de los acusados cuando hay derrumbes y deslizamientos de tierra de fatales consecuencias. Aun más: un terremoto calificaría como un auténtico genocidio, un holocausto inimaginable.
¿Es todo esto una de las joyas de la antología universal de la insensatez, o merece ser tomado en serio? Por mucho que les sorprenda, creo, con convicción profunda, en lo segundo.