El voluptuoso aroma de la soledad

El voluptuoso aroma de la soledad

Jacques Sagot, pianista y escritor.

Mi vida se ha convertido en casi no más que pensamiento y sensibilidad puras.  No hago otra cosa que pensar y sentir.  No actúo, no me muevo, no dialogo, no trabajo; como diría Yolanda Oreamuno: “Estoy llena de mis propios pensamientos.  Llena por dentro como una tinaja con su agua”.  Solo emerjo de mí mismo para presentar un libro, dar una conferencia, participar en una entrevista, o tocar un concierto.  Por ofrecidos los frutos de mi creación, vuelvo a replegarme sobre mi propia intimidad.  Vivo recroquevillé (palabra que adoro: ¡su sonoridad concéntrica, circunvoluta lo dice todo!)  En cierto modo, me he transformado en un eremita.  Un anacoreta, sí, pero no precisamente abocado a los ejercicios contemplativos destinados a la purificación del alma.

Es una pena que no crea en Dios –o que lo haga solo a veces–, porque mi estilo de vida sería ideal para el regodeo en este tipo de arrobamientos.  A fin de cuentas, una forma más de hedonismo.  ¿Como tantas otras?  No, diferente en algunos aspectos, pero es hedonismo al fin.  Gozar de Dios, de la beatitud… ¡ah, el placer es insidioso, y sabe infiltrarse hasta en las prácticas más severas del ascetismo!  El gozo consistente en no gozar es, también, un gozo.  Como terminan por serlo el ayuno, el cilicio, la auto-flagelación, la corona de espinas…

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Filósofo en meditación, Rembrandt.

El ser humano tiene vocación de gozo: encontrará el placer aun en el displacer.  No es una elección: está condenado a ello.  Es parte de su estructura psíquica.  Los grandes santos y los más torturados de los mártires fueron hombres y mujeres que aprendieron –perversamente, ¿qué duda cabe? – a disfrutar de su tormento.  Catadores del dolor.  Morir de placer –los personajes de la película La grande bouffe–, Sardanápalo, el Marqués de Bradomín– o morir, como los mártires de la cristiandad, de hambre, sed y laceraciones, son dos formas simétricas, oscuramente emparentadas, de obviar la palabra clave, la que realmente asusta, la que unos como otros intentan, en el fondo, soslayar: morir.

Así que bien podría definirme a mismo –la paradoja es solo aparente– como un sibarita de la soledad.  Pero es precisamente esa necesidad de poblarla con algo, lo que hace de ella un estado tan fecundo para la creación.  Hoy avancé cuatro páginas en la traducción al inglés de La ruta de su evasión (que me está resultando mucho más fácil que la francesa); hice algunos retoques a Ella, mi mejor yo; estudié mi concierto de Gershwin; reescribí el prefacio de Déjame morir y se lo envié a Myriam para comenzar –ahora sí– el proceso de edición; elaboré las notas al programa del sétimo concierto de la temporada de la Orquesta Sinfónica Nacional; añadí algunos párrafos a los Cuadernos de bitácora.

Nada de esto podría ser hecho si no es en desde la soledad.  A veces la bendigo, a veces la maldigo, es cierto.  La verdad es que solo el trabajo puede hacerla tolerable.  Pienso en los “monodiálogos”, de Unamuno.  La filosofía: ¿qué es sino un silencioso diálogo del alma consigo misma en torno al ser?  Es en la soledad donde más se piensa, pero, también, donde más se siente.  La vida en sociedad representa un bombardeo de estímulos de tal magnitud, que no hay tiempo para sentir.  No es sino hasta que llegamos a la casa que logramos, mediante un proceso mental reconstructivo y retrospectivo, sentir por fin los golpes o caricias que el día nos deparó.

Los cuadros más famosos de Edvard Munch
Melancolía, Edvard Munch.

Todo el dolor y toda la felicidad del mundo son hijos de la soledad.  El hombre que no puede vivir en soledad es un pobre miserable.  El comercio con el ser humano es solo útil como materia prima para poder escribir sobre él.  A diferencia de otros instrumentos, el piano, que por la vastedad y calidad de su repertorio se basta a sí mismo, es un gran solitario.  Ello es, a menos de que se haga música de cámara, práctica que he cultivado solo excepcionalmente.  La coyuntura del solista frente a la orquesta es, ella también, solitaria, acaso más que el recital.  La soledad en medio de la presencia física de setenta colegas.  El solista, el solista: ¿no lleva esta palabra implícita la noción de “soledad”?  El público de un lado, la orquesta del otro, y uno en el medio, insular, ajeno a ambos espacios humanos.  Asediado por ambos flancos… créanme: la experiencia puede ser aterradora: los errores que no detectará la audiencia los detectarán sin duda los colegas de la orquesta, y ciertamente el director.  Nowhere to hide.

 

Hoy he hecho mil cosas que jamás hubiera podido realizar entre la muchedumbre.  Ni siquiera acompañado por una sola persona, que ella hubiera bastado para romper el dulce, silencioso decurso del pensamiento y la evocación de imágenes, todo irrigado por la sensibilidad que, como si supiese exactamente cuál es su natural latitud, se retrae y ausenta en la compañía.  He producido mucho hoy, sí.  ¿La melancolía?  Ahí está, ahí estará siempre, pero ya a estas alturas nos hemos hecho buenos amigos.

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