Profesor Uzi Rabi, Universidad de Tel Aviv, y Doctor en historia Harel Joreb de la Universidad de Bar Ilan.
El dilema central de la guerra –entre el deseo de desarmar a Hamás y el deseo de devolver a los rehenes– no se presenta en el discurso público como realmente es. Ambas partes en este importante debate evitan afrontar el simple hecho: cada opción de acción entraña un alto precio, y la elección es entre diferentes riesgos, no entre una solución perfecta y un fracaso total.
En vísperas de la expansión de la guerra en la Franja de Gaza, el discurso público en Israel se caracteriza por una preocupante falta de voluntad para afrontar honestamente los difíciles dilemas que enfrentamos. En este momento, se necesita un discurso profesional y responsable sobre las cuestiones de los secuestrados y la guerra, que no presente escenarios extremos, excesivamente optimistas o pesimistas, sino que ofrezca un cuadro complejo y realista. Un discurso que no está limitado por la corrección o los prejuicios políticos, sino que se base en el debate abierto y en el reconocimiento de que todo curso de acción implica beneficios, pero también grandes riesgos a corto y largo plazo.
En su declaración del 19 de abril, el primer ministro reiteró que se esforzará por continuar la lucha hasta que se alcancen todos los objetivos de la guerra: desarmar a Hamas y devolver a todos los rehenes. La decisión del gobierno del 4 de mayo de autorizar la Operación «Carros de Gedeón» reiteró una promesa similar.

Pero estas declaraciones, que detallaban detalladamente la necesidad de destruir a Hamás, evitaban mencionar lo obvio: buscar una solución militar podría poner en peligro la vida de los rehenes. ¿No es apropiado decir esto abiertamente al público, en lugar de alimentar la esperanza de que todos serán repatriados, cuando ni siquiera un acuerdo completo garantiza tal resultado?
En este sentido, la advertencia del Jefe de Estado Mayor, Eyal Zamir, a los miembros del Gabinete sobre el riesgo que corren los rehenes si se amplían los combates es valiente en su integridad y necesaria para coordinar expectativas honestas con el público. El valor supremo para el público y las FDI de no dejar heridos y cautivos en manos del enemigo –más aún después de un terrible fracaso estatal– debe recibir una consideración seria y detallada en las declaraciones del gobierno, no menos que en las explicaciones que dio respecto a la obligación de expandir la guerra. Por otro lado, la posición opuesta –la que apoya un acuerdo inmediato y el fin de los combates– también suele estar plagada de ilusiones y falsas promesas.

Un argumento central entre los defensores de un acuerdo ahora es que los combates podrán reanudarse después de que los rehenes sean devueltos. Pero las señales de que esto es casi imposible están aumentando.
En primer lugar, tan pronto como Israel firme un acuerdo de alto el fuego, se le unirá una amplia coalición de países que respaldarán con su prestigio el acuerdo. Su violación por parte de Israel, incluso si no está oficialmente prohibida por el Capítulo 7 de la Carta de las Naciones Unidas, que permite al Consejo de Seguridad imponer sanciones a un Estado rebelde, sería considerada una violación de una obligación internacional.
Voces dentro de la administración republicana dejan en claro de manera extraoficial que incluso un presidente comprensivo como Trump tendría dificultades para respaldar una acción israelí que contradijera un compromiso abierto que él hizo, particularmente si el acuerdo de tregua fuera considerado un logro diplomático internacional. Un sistema de este tipo, que combinaría rehabilitación, coordinación de seguridad y tregua regional, podría convertirse en una “jaula de hierro estratégica” para Israel. No sería posible completar el derrocamiento del régimen de Hamás sin enfrentarse a fuertes presiones, sanciones que podrían ser automáticas como las del Snapback impuesto a Irán, e incluso aislamiento. En pocas palabras: la doctrina de “volveremos más tarde” no es un plan, sino una esperanza que ignora las limitaciones.
En segundo lugar, el público israelí –exhausto, dolido y decepcionado– no se apresurará a regresar a la guerra, aun cuando está claro que Hamás aprovechará la tregua para restaurar su infraestructura y reconstruir su fuerza militar. Desde una perspectiva puramente militar, es mejor para las FDI actuar ahora, cuando tienen una posición ventajosa dentro de la Franja, que reanudar los combates después de una retirada: entonces Hamás estará mejor preparado y el coste de la operación será mayor en términos de vidas combatientes. También se trata de una consideración de los derechos de las personas, no menos que la cuestión de los rehenes, pero el discurso público apenas se ocupa de ello.
En tercer lugar, quienes proponen sustituir la presencia terrestre israelí por incursiones desde el exterior como solución a largo plazo (similar al patrón de operaciones en Judea y Samaria) ignoran las profundas diferencias, literalmente, entre ambos escenarios. La Franja de Gaza tiene cientos de kilómetros de túneles que permiten a Hamás defenderse y dañar gravemente a las fuerzas de las FDI. Mientras existan estos túneles, no habrá confianza en la capacidad de llevar a cabo incursiones efectivas que no exijan un alto precio. Sin una presencia en el terreno, las FDI no podrán responder rápidamente y la capacidad de reunir inteligencia se reducirá enormemente. Y otra amarga verdad: a la luz de las lecciones del 7 de octubre, ningún comandante responsable podrá garantizar la seguridad de los habitantes del cerco –ni del Estado de Israel– mientras Hamás controle la Franja, aunque sea indirectamente a través de un comité de tecnócratas…

En cuarto lugar, la campaña actual tiene un objetivo esencial: hacer caer la ecuación «secuestro = logro», que, desde el secuestro de Gilad Shalit hasta la masacre del 7 de octubre, ha servido a Hamás como arma estratégica contra Israel. Mientras Hamás siga en el poder, será una señal para todos los actores del escenario de que el método da resultados. Por eso, el mensaje que Israel debe transmitir, no con lemas sino en la realidad, es claro: un secuestrador no sólo no gana el premio, sino que sufre un golpe devastador del que no hay recuperación. Quien escoja este camino no podrá alegar que no conocía el precio.
Nada de lo anterior trata de convencer a una u otra parte. Muchos ven la liberación de los rehenes como un imperativo moral y supremo que justifica el riesgo que implica, y algunos ven detener la guerra como un peligro que socava los cimientos de la seguridad nacional. Ambas posiciones son completamente éticas y legítimas y ambas tratan de la ley de las vidas de seres humanos. Pero ambos deben examinarse a la luz de una realidad compleja. Sin ilusiones, ni lemas, ni promesas vacías, sino a través de un discurso público informado que comprenda la magnitud de la hora,el Gran Dilema de estos momentos….
Si actuamos de esta manera –con responsabilidad, escuchando y con humildad– quizá no podamos evitar todo el dolor, pero sí podemos apoyar juntos la decisión en estos dilemas, cualquiera que sea, o al menos comprenderla.