Greguerías en torno a la vida

Greguerías en torno a la vida

Jacques Sagot, Revista Visión CR.

¿Qué es una prisión?  Cualquier lugar -físico o psíquico- del que no se pueda escapar.  Un país, un trabajo, una universidad, una relación, un cuerpo, una enfermedad…  Todo puede ser cárcel.  La vida es una prisión.  En el mejor de los casos, sucederá que sea el tipo de prisión de la que no queramos evadirnos, pero no por ello dejará de serlo.  ¿Morir?  Esa no es la ruta de la evasión.  No nos libramos de la vida, al morir.  El nos -en tanto que pronombre- queda desustanciado, en el momento mismo de la cesación de la vida.  Es por esa misma razón que la muerte no es una prisión -lo inescapable-: ¡jamás la habitaremos!  De la vida, en cambio, no hay forma de huir.  Mientras seamos, seremos galeotes, cuando nos liberen habremos dejado de ser.

Si la vida tiene sentido, debemos vivirla a plenitud.  Si sentimos que no lo tiene, nos corresponde a nosotros conferírselo.  Si fracasásemos en tal empresa, nos resta vivir como si tuviese sentidoGo through the movements, and play the comedy.  Seguir adelante siempre: no por mandato religioso o respeto por quienes de nosotros dependiesen, sino porque urge comprender que la vida es un valor absoluto en sí, que está por encima de la noción de “sentido”, y que debe ser vivida por el mero hecho de que es soberana y sobresee todo cuestionamiento en torno a su sentido o falta de él.  Comprendo que alguien se suicide porque no tolere el dolor que lo aflige.  Repruebo, por el contrario, el suicidio de origen “filosófico”, no por cuanto delate un mal vivir, sino porque expone un mal filosofar.

Comenzamos por tener ideales.  Una vez racionalizados, se convierten en convicciones.  En el mejor de los casos, se traducirán en militancias.  Tan pronto comienza el proceso de deflación, pasan a ser “modestas” opiniones.  Un paso más, y ya son puros sentires.  Al rato, nos atrevemos a lo sumo a ofrecer un consejo -las más de las veces, no solicitado-.  Y un buen día, de manera inexplicable, nos descubrimos transformados en una enorme colección de desencantos.  En la última fase del proceso, nos acogemos al mutismo.

El bosque de los suicidios - Crítica de la cinta de terror protagonizada  por Natalie Dormer

“La vida es mujer: solo se enamora del mejor guerrero” -advierte Nietzsche-.  Lo que la cortesana no sabe es que también yo puedo elegir enamorarme o no de ella, que tendrá que luchar arduamente por seducirme, y que aun cuando lo consiguiese, bien podría ser que yo le niegue mis favores sexuales.

Soñé mi vida.

Cuando se desconcentra y pifia esporádicas notas, la vida es capaz de propiciarnos involuntariamente algún momento de perfección.  Pero no contemos con ellos: es una pianista virtuosa, no tardará en recomponerse, y recuperará su probada eficacia como inflictora de dolor a tiempo completo.

¿Qué es la vida?  Algo de lo que urge deshacerse.

Nací contra mi voluntad, soy contra mi voluntad, moriré contra mi voluntad.  Contrariado del primero al último de mis días.

La vida es un estrecho valle sembrado de rocas agrias y puntiagudas.  Sobre todos los desfiladeros, laderas y rutas de evasión leemos una inmensurable pancarta que reza: “NO”.  Los senderos están prohibidos, por doquier chocamos con vedas, sanciones, imposibilidades.  Los “SÍ” son ínfimos y tan infrecuentes, que cuando nos los topamos solemos quedar paralizados por el estupor y la incredulidad, y no sabemos vivirlos.

VÍDEO: ¿Y si Escuadrón Suicida fuera una película de terror?

Como todo, la vida se ensaya, estudia, entrena, y practica con rigurosa disciplina.  Es la rutina de las rutinas, la performance de las performances, la faena suprema.  Cada día debe ser asumido como un “dress rehearsal”, un “ensayo a la italiana”.  Lo amargamente divertido es que el espectáculo jamás tiene lugar, y nosotros no pasamos de ver gente que revolotea en los camerinos, artistas que van y vienen, el jefe de escena que da inicio a su cuenta regresiva, las luces de la sala que bajan de intensidad… pero la sala permanece vacía.  ¿Quién pagó boleto, para ver esta farsa?  No lo sé, pero creo que lo menos que podría hacerse es reembolsarle su dinero.

Los profesores lo han decidido: he reprobado mi curso en “Vida”.  No es cosa que deplore: me obligarán a repetirlo, ¿no es cierto?

Vivir es, esencialmente, no saber.  No saber el valor del valor, el propósito del propósito, el sentido del sentido, la función de la función, la finalidad de la finalidad.  Todo esto sería trivial y perfectamente tolerable, si no hubiésemos sido dotados por natura de la sed de saber, de la voluntad de conocimiento, de la necesidad de entender, de la libido sciendi (Pascal).  He ahí lo realmente cruel, de esta absurda broma.

Jamás he entendido -ni tomado en serio- la monserga según la cual hay que “apreciar la belleza de cada día”, y “extraer el oro de cada instante”, precisamente por cuanto la vida es finita y no sabemos si mañana vamos a estar vivos.  Tal cual yo veo las cosas, esta finitud basta para emponzoñar, para impregnar de melancolía y desesperación todas las vivencias.  Eternas, sería capaz de gozarlas a plenitud.  Finitas y libradas con cuenta gotas, no puedo menos que llorarlas.  Nadie puede gozar plenamente una cosa que su vecino le presta por espacio de dos días, y que vendrá a reclamar puntualmente a la hora anunciada.  Lo efímero, lo precario y transitorio de la belleza y del instante no son constitutivos de su hermosura.  Antes bien, conspiran contra ella, la envenenan, nos la libran ya inoculada del virus que les acarreará la muerte -y nosotros moriremos con ellas-.  Recuso, desde el fondo de mi ser, el carpe diem, toda vez que sobre él pesa el hacha brutal de la parca.  El hecho de que sea efímero no lo torna bello: lo hace profundamente odioso.  ¿Me dan un regalo para arrebatármelo al día siguiente?  Pues no me den el regalo, entonces.  De toda suerte, jamás lo pedí.

muerte | yo opino que…

¿Es la vida tragedia, comedia, drama, vaudeville, ópera, sainete, farsa, Singspiel, espectáculo de guignol?  Nada de eso.  Es teatro experimental, improvisatorio y aleatorio: nada está ensayado, no hay guion ni parlamentos, y todo lo que tenemos es un espacio acotado en el que se nos permite salir a hacer muecas y pegar gritos, gozar de los vítores o sufrir los abucheos del público, antes de que el telón de acero nos parta la cabeza.

Es divertido…  La vida asume a veces honduras tan abisales, simas de dolor de tal patetismo…  Y de pronto descubrimos que un helado de fresa, en el momento justo, puede bastar para hacerla modular de Re menor a La mayor.

No me limito a jugar con las palabras, cuando declaro que, en mi caso, la vida ha sido, enteramente, flor de enfermedad.

Jamás le he exigido sentido a la vida.  Tan solo la posibilidad de divertirme un poco.

He conocido individuos a los que no vacilaría en calificar de virtuosos de la vida. Viven con la misma destreza con que yo ejecuto escalas de La mayor en el piano.  Como si tuviesen una secreta calistenia o gimnasia del vivir.  Supongo que, a fin de cuentas, vivir es un talento, el talento de los talentos, ese que posibilita a todos los demás.  Igual he conocido pobres gentes que, pese a su vasta cultura, su aguda inteligencia, su experiencia, su bondad, su honestidad, eran completamente inaptas para vivir.  Por poco, virtuosos del dolor y el auto-tormento.  En ellas, todos los atributos mencionados no solo no combatían su desdicha, sino que contribuían a agudizarla.  De haber sido incultos, tontos y deshonestos, posiblemente habrían vivido mejor.  Su vocación era la infelicidad y a todas luces la cultivaron, depuraron, ensayaron hasta lograr en ella un nivel de excelencia ejemplar.  Trágico, pero en absoluto sorprendente.  Nos haremos más diestros en todo aquello que ensayemos y practiquemos regularmente, en cuenta la miseria moral.  Ningún enemigo me ha hecho jamás tanto daño como yo a mí mismo.

Un hombre que hiciese de toda su vida una sistemática, fanática, vigilante, paranoica gestión por evitar el dolor, y procurarse el placer, ¿diferiría en algo de un cocodrilo?

La vida es muy efímera Ensegundos República Dominicana

La vida hará que un árbol o un animal ejerzan el máximo poder de que disponen en cada caso dado.  Lo propio del ser humano es tener el discernimiento necesario para abstenerse de tal expansión máxima, salvo cuando esta sea indispensable para su supervivencia.  Somos capaces de disminuir, si la misericordia, la solidaridad, la compasión o la mera decencia nos lo indican.  Lo propio del ser humano es ser capaz de administrar su superávit vital, su lujo expansivo y dosificarlo cuando la convivencia a ello lo obligue.  Nadie, en sociedad, puede explayar su vitalidad de manera ilimitada, invasiva, máxima.  La sociedad nos obliga siempre a ser menos de lo que podríamos ser.  No es razón para la amargura o la misantropía.  Nuestro repliegue posibilitará la expansión de alguien más.  Lo que es absolutamente inaceptable es que haya seres humanos que vivan mínimamente, y otros que lo hagan máximamente. El salario mínimo de un obrero tiene una lectura ontológica que va mucho más allá de lo puramente socio-económico.  Significa, en esencia: “usted tiene derecho a un mínimo de vida”.  Y las inimaginables regalías del accionista significan: “yo tengo derecho a un máximo de vida” y, en última instancia: “yo soy más”.  La espuria, filosóficamente arbitraria aplicación del evolucionismo darwinista y del modelo biologista a la vida social (producto del siglo XIX, embriagado con tales macro-narrativas), es responsable de las más abyectas aberraciones sociales de nuestra época.

Pasadas las grandes ínfulas de la juventud, comienzo a sentir que mi vida es cosa tan liviana, tan prescindible, tan chiquitita…  Es un sentimiento profundamente liberador.

El personaje literario de mi vida, aquel que atraviesa el tiempo y el espacio con presteza de filosa centella para fundirse con mi ser, el que mejor expresa mi sentir íntimo, raigal de la vida, es Yerma, de García Lorca.  Y ello por muchas más razones de las que podría creerse.

Si algún día llegase a cumplir cien años, me gustaría celebrarlos solo, completamente solo.  Sentarme en la oscuridad, la cabeza hundida entre las manos, abarcar con el pensamiento la totalidad de mi existencia y entender, por fin entender esta terrible vorágine que ha sido mi vida.

Solo deben tener hijos aquellos que amen la vida y la consideren, con todo su gozo y dolor, una experiencia esencialmente bella.  Quienes la ven como una absurda cámara de la tortura y persisten en generar progenie son sádicos, psicópatas, monstruos de la estofa de Herodes, Mengele, Chikatilo.  Peores, mucho peores que asesinos, este tipo de miserables condenan a un tormento que conocen perfectamente a inocentes criaturas arrancadas a la pureza del no ser.  Procrear hijos cuando no se tiene fe en la vida es, en mi sentir, el más grave crimen que un ser humano puede cometer.  No merece menos que la silla eléctrica.

The Nostalgia Bone (2021) : Throughline : NPR

La más grande paradoja de mi vida es esta: ¿cómo puedo echar de menos tan ardientemente cosas que jamás he tenido, experiencias que jamás he vivido, y lugares en los que jamás he estado?  Nostalgia: nostos (regreso), algos (dolor).  ¿Cómo puedo anhelar regresar a un lugar que nunca habité?  Y sin embargo, por mis manos de pianista, juro que tal es, ni más ni menos, el sentimiento axial y primigenio de mi vida.

El ser humano podría vivir un promedio de mil años: tengo la certeza de que no por ello comprendería mejor su vida, y de que seguiría considerándola demasiado breve, trunca, incompleta.

Si me permiten la prosopopeya, tendría que decir que la vida es, antes que ninguna otra cosa, una traidora.  La traidora antonomástica, la traidora de las traidoras, esa al lado de la cual Judas, Brutus, Ganelon y fray Alberico pasarían por los más leales amigos del mundo.  ¿A quién habría de sorprenderle el hecho de que el ser humano propenda a la traición?  ¿No es tal línea de conducta aprendida de la dinámica de la vida misma?  La  vida nos engaña, nos roba, nos embosca, nos delata, nos vende: no se puede ser más traidor que ella.  Una vez más, creo que la traición humana es un vicio aprendido: la vida es el paradigma mismo de la traición, y una óptima pedagoga en la adquisición de esta particular destreza.

La vida cabe -¡y de sobra!- en diez páginas.

Si la vida es texto, deberíamos venir al mundo armados del mejor diccionario y el mejor manual de análisis literario que sean dables concebir.

La vida no se va.  Nos vamos nosotros.  Ella nos usa.  Ella salta, como si jugara rayuela, de un ser a otro ser.  El individuo la tiene sin cuidado.  Su único afán es velar por sí misma: pervivir-se.  Nosotros somos los ladrillitos con que construye su eternidad.  Todo lo demás la tiene sin cuidado.  No es nuestra aliada: guardémonos de creerlo.

La vida ha de haber sido diseñada por un cenáculo de demonios, en el contexto de un congreso universal del mal que debe haber durado, por decir lo menos, mil eones.  Es a tal punto atroz, miserable, cruenta, injusta y absurda, que solo puede ser el resultado del trabajo de cientos de espíritus del mal actuando de consuno, todos ello bajo la batuta de Satán.  No puedo menos que aplaudir la obra maestra del horror que fraguaron conjuntamente.  ¡Bravo!

En lo sustantivo, mi vida ha sido una larga e irreversible genealogía de errores: cada uno ha engendrado al siguiente.  ¿Que si me arrepiento de ellos?  ¡Por supuesto!  Siempre he desconfiado de la gente que abomba el pecho y declara: “¡no me arrepiento de nada!”  Hay dos traducciones posibles, para esta bravata.  Una: “soy tan orgulloso, que carezco de la capacidad para admitir mis pifias vitales”.  Dos: “reconocer mis errores me resulta tan doloroso, que prefiero soltar una cortina de fuegos de artificio y ocultarlos tras la pose del triunfador impenitente”.  Ninguno de los dos me merece crédito alguno.  Yo soy un coleccionista de errores.  Y los hay, en mi galería personal, que califican como auténticas obras maestras.  Es muy posible que legue mi colección personal al Estado, para que este funde un museo, y la gente pueda pasearse entre mis valiosísimas series de gazapos, dislates y catastróficos yerros a su guisa.  He aquí un proyecto que, a buen seguro, Malraux hubiese acogido con entusiasmo.

Uso del marketing de la nostalgia para incrementar ventas

La vida es esencialmente intolerable mientras uno sepa que ese mismo sol que nos calienta, calienta también a los muchos miserables que nos han hecho daño, que nos han agredido y vejado.  Esperar su muerte: he ahí lo único que nos resta, cuando no somos capaces de expelerlos de la vida por nuestras propias manos.  Sentarnos en palco, y esperar ver desfilar sobre la escena los ataúdes de todos esos endriagos.  Luego, un ritual que asumo con la mayor seriedad del mundo, y no debe ser tomado como un mero coup de gueule de mi parte: ir por lo menos una tarde por semana, al caer el sol, a orinar profusamente sobre los sepulcros de los miserables.  Eso, y confiar en que el ácido urétrico sepa abrirse camino hasta los cadáveres en descomposición, a través de la tierra y la madera del sarcófago, de modo que mi bazofia corporal lo bautice en inmundicia, mientras yace en su marisma de larvas y anaeróbicas bacterias.

¿El perdón?  No más que una ficción ética.

El verso de mi vida lo escribió Baudelaire: “Soy un corazón tierno, que odia la Nada vasta y negra”.

El verso de mi muerte lo escribió Nerval: “Dios está ausente del altar en que se me sacrifica”.

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