Lo que la Música me dijo

Lo que la Música me dijo

Jacques Sagot, Revista Visión CR. 

La Música se sentó a hablar conmigo.  Me corrijo: “hablar” supone un intercambio.  Tal no fue exactamente el caso.  Vino a girarme instrucciones.  Dulcísima su voz, pero aterradoramente firme su tono.  Y lo que me dijo –que no me prohibió en lo absoluto repetir– fue esto.

alegoría de música - François Boucher | Wikioo.org – La Enciclopedia de las Bellas Artes

“Me consagrarás exactamente lo mejor de tu vida.  Seré tu carcelera, y tú bendecirás tu cautiverio todos los días de tu existencia, porque, en efecto, yo soy la más bella carcelera del universo, y tu confinamiento el más grato que sea dable concebir.  Renunciarás a muchas cosas por mí.  Y renunciarás sin dolor, que de lo contrario el gesto carecería de sentido.  No basta con renunciar al mundo: hay que hacerlo, además, gozosamente.  Te convertirás en algo así como un monje laico, enteramente abocado a mi adoración.  Ahora bien: debes comprender que nada de esto te garantiza la residencia en la belleza: podrías cumplir con todas las condiciones, y aun así quedar excluido de ese cenáculo de seres privilegiados que tienen acceso al sanctasanctórum de mi ser.  La entrega total es condición necesaria, pero en modo alguno condición suficiente para habitarme.  Nadie pudo haber sido más disciplinado y devoto que Salieri, y sin embargo –no me preguntes por qué, pues yo misma no tengo la respuesta– jamás quise concederle mi gracia.

Sucede con frecuencia que yo no me entienda a mí misma, ¿sabes?  Ignoro qué me lleva a amar a algunos de mis paladines, y a desdeñar a otros.  Es mi prerrogativa.  La realeza tiene derecho a sus caprichos, y ciertamente no está en la obligación de explicarlos.  De toda suerte, ¿cabe explicar un capricho?  ¿No es esta la peor de las antinomias?  Soy mujer, y como tal, extremadamente sensible a las destrezas amatorias de mis pretendientes.  Es posible que el pobre Salieri fuese un poco burdo, un amante más bien primitivo, afanoso como ninguno, pero irremediablemente ineficaz.  No aprecio la aplicación, el esfuerzo ni el esmero de mis amantes.  Solo quiero ser gratificada.  El pretendiente afanoso merecerá a lo sumo mi gratitud, pero no será ciertamente a él a quien libre mis tesoros, mi deus absconditus.  No me entregaré a nadie que no me haga gozar, y que no goce conmigo.  De hecho, ambos fenómenos son correlativos y jamás se dan de manera independiente.  Quien goza conmigo me hace gozar, quien me hace gozar, goza conmigo.  Mi gozo es el suyo, su gozo es el mío.  Algo más: en buena medida, el gozo del amante no consistirá en otra cosa que constatar la forma en que logra hacerme gozar.  Gozará de sí mismo, del poder que tiene para arrancarme a ese infame carcelero, el silencio, y darme el ser.

Las Siete Artes y las Musas

No hay fórmula alguna.  Músicos los conozco por miles que incendian las cuerdas de sus violines con la fricción de sus arcos, o que erosionan las teclas de sus pianos con sus escalas, acordes y arpegios, y sin embargo puedo garantizarte que no les será concedido el menor alumbre de mi ser.  Y otros que, con no más que rozar nonchalamment algunas notas de una melodía de Schubert verán abrirse ante sí el cielo de mi entraña enamorada.

Soy una prisionera.  Tu misión es liberarme.  Liberarme de mí misma, y de la insensibilidad de los hombres –la más triste y sórdida de las cárceles–.  ¿Tienes los arrestos para ello?  Inhibidos, medrosos, incapaces de expresar, la vasta mayoría de los seres humanos me condenan al silencio.  Anhelo que me hagan nacer una y otra vez.  Que me den la vida.  Es el acto de amor por antonomasia.  No me contentaré con menos que eso.

No tengo fórmulas que darte.  Parte de tu gestión consistirá en encontrarlas.  Yo no estoy aquí para guiarte.  No existe mapa alguno para llegar hasta mí.  Si quieres hacer las veces de cartógrafo, sea, pero no seré yo quien te dé las coordenadas de mi paradero.  ¿Una princesa del hielo?  En la larga travesía que te conducirá a mí, te daré efectivamente esa impresión.  Pero una vez que me tengas, descubrirás un océano de magma como jamás ser humano ha visto.  Y en él te inmolarás gustoso.  Tan bello es, tan pleno, tan incandescente, que dejarás de ser en mí.  Para poder cantarme, tendrás que renunciar a ti mismo, a tu propia, cascada lira.  Deberás disolverte, alienarte, morir a ti mismo momentáneamente, y confundirte con mi enorme, ígneo cuerpo.

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El ego –un niño malcriado en pos de sus golosinas– se derretirá ante tu propia mirada atónita.  Experimentarás el éxtasis del morir, y el delicioso dolor del renacer.  Renacer en mí.  Entrarás en mí.  Yo te acogeré.  Soy una mujer hospitalaria: puedes creerme.  Pero, de nuevo: para ello tendrás que ser tocado por la Gracia, y eso no tiene nada que ver con el trabajo, la transpiración, ese despreciable grillete que los hombres llaman “disciplina”, y que tanto se asemeja al mero encarnizamiento.  Doce horas diarias al piano no te garantizarán ser admitido en el templo de mi cuerpo.  Pero atención: menos aún lo hará el darle la espalda a tu instrumento, y limitarte a esperar pasivamente una epifanía súbita.  Si el trabajo no garantiza nada, el no-trabajo sin duda garantiza el fracaso de tu tentativa.

Demando mucho, pero doy más.  Lo doy todo –sería más exacto decir–.  Tanto mi cuerpo (frecuencias de vibración que corren sobre una superficie de propagación) como mi alma (eso que es estrictamente inexplicable en términos físicos, acústicos, neurológicos o psíquicos).  Todo será tuyo, sí.  Bogarás sobre un océano de belleza, un océano en el que lo más hermoso serán precisamente los naufragios, esos merced a los cuales te hundirás en mi carne dulce y salobre a un tiempo.

¿Ahogarte?  El gozo será tal, que poco te importará tu miserable pellejo.  Conmigo vislumbrarás “todo lo que el hombre ha creído ver” (Rimbaud).  Pero no solo lo verás: te harás uno con toda esa dimensión de belleza.  Serás la belleza.  No solo su hierofante, su custodio: te confundirás con ella.  Es lo más cerca que estarás de Dios, en esta bizarra travesía que llamamos “vida”.  No será un viaje al fondo de ti.  Muy por el contrario, deberás aceptar perderte, a fin de ser en mí.  Es un periplo lejano, lejanísimo… ¿de qué?  De ti mismo, y eso es lo que la mayoría de mis pretendientes es incapaz de aceptar.  Te envolveré, te atravesaré, te contendré, te penetraré, te ocuparé como el vino a la vieja urna.  Tú no serás más que mi continente.

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Y es por esto que ahora mismo te digo: es solo desenamorándote de ti que conseguirás amarme y ser amado por mí.  El pianista demasiado enamoriscado de sus dedos no será admitido en el templo.  Tampoco el que solo sabe embriagarse con sus propias emociones.  Yo le daré nuevas vivencias, nuevos sentires, nuevos estremecimientos, nuevas exaltaciones y nuevas melancolías: si te quedas contemplando bobaliconamente el zoológico de tus pequeñas, mediocres emociones, no encontrarás espacio en tu alma para acoger todo lo que tengo que ofrecerte.

Libérate de ti mismo: he ahí mi primer mandato.  El segundo: no me impongas tus ínfimos afanes: yo llenaré tu ser de esplendideces que ni siquiera sueñas.  El tercero: redescubre, redefine, re-semantiza la noción de humildad (siempre mal comprendida), porque conmigo esa será condición necesaria para el goce.  Cuarto: no me busques, deja que yo te sorprenda.  En mitad de una ejecución, no me impongas tus ideas: yo te daré pequeñas sorpresas, compás tras compás, nota tras nota: tu misión consiste en dejarte sorprender y gozar, émerveillé, de cada una de ellas.  No es, después de todo, tan difícil, ¿o acaso me equivoco?  Deja que yo haga música contigo: debes aprender a abandonarte.  Soy como esas mujeres que, al hacer el amor, parecen gozar exclusivamente de sí mismas, y usan el cuerpo del hombre como un mero instrumento para tal propósito.  Mujeres que se hacen el amor a través de la interpósita mano del hombre.  Pero este debe entender el juego, y no bloquear su libre decurso.

Soy yo la que me hago a mí misma.  Soy yo la que me auto-creo.  Soy yo la que me voy dando forma en cada uno de mis gestos, de mis inflexiones, de mis matices.  Lo que te concedo es la ilusión –porque no de otra cosa se trata– de que eres tú quien me produce, rasgando o pulsando una cuerda, golpeando una membrana, soplando a través de un tubo, percutiendo una serie de cuerdas, haciendo vibrar el arpa de tu garganta con una columna de aire que tú crees ser capaz de controlar.  Repito: soy yo quien se hace el amor a sí misma.  Tú vivirás la ilusión de ser el mejor de los amantes, y está bueno que así sea.  No quiero privarte de las engañifas de tu vanidad.  Tú creerás estar haciendo música: soy yo quien se hace a sí misma, y de paso te hago a ti también.  Tú eres mi instrumento.  Debes, simplemente, dejarte tocar”.

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Y se fue.  Se fue, sí.  Sin darme la oportunidad de formular la menor de las preguntas, sin duda porque sabía que cualquiera hubiera sido superflua, y había sido ya de una u otra manera contestada.  Algo singular había sucedido con mi conciencia: sentí que la visita no había durado más de diez minutos, pero al ver el reloj, comprobé que había estado conmigo por espacio de dos horas.  Por caballero no consigno todo lo que me dijo: me limito a la porción más objetiva de su discurso.  ¡Es tanto lo que los hombres debemos callar!  Por alguna razón intuyo, sospecho, sé que nunca más la volveré a ver.

 

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