Jacques Sagot, pianista y escritor.
Esta es una de las piezas más preciadas de mi colección de imbecilidades. La Victoria de Samotracia en el museo de la estupidez. Me refiero a la censura. ¿A cuál? Pues a la sexual, por supuesto. La burguesía ha reducido la moral (noción vasta y propositiva) a una moralina enteramente centrada en la sexualidad. Ha quedado establecida una relación de sinonimia entre moral y sexualidad. Una conducta inmoral solo podría serlo en el ámbito de la sexualidad.
Esta moralina opera como una estricta, fanática normativa en torno a la conducta sexual: esto sí se puede, esto no, por aquí sí, por acá no, en esta posición sí, en esta no, con personas de otro sexo sí, con personas del mismo sexo no… Ni más ni menos que una policía de la sexualidad, con sus espías, mastines, alguaciles, malsines, escuadrones de la muerte y jueces de voz tonante.
En esa inmarcesible obra maestra del cine que es El Padrino I, tenemos el famoso episodio de Michael Corleone en Sicilia, cuando conoce y desposa a una bellísima muchacha de campo llamada Apollonia. En la escena de la noche nupcial, Apollonia se despoja de la parte superior de su lingerie –con un gesto de castidad, de inocencia, de entrega, de dación de sí misma que es profundamente conmovedor–. Expuestos quedan sus bellísimos senos, ofrenda suprema para Michael. La escena es poética, lírica, virginal, simbólica, ritual, de un erotismo refinadísimo. ¿Pues qué optó por hacer la censura? Arruinó completamente la escena, tapándole a Apollonia los pezones –solo eso: el resto de los senos se ven en su espléndida plenitud–. De modo que la part maudite (Georges Bataille) son, muy concretamente los pezones, no los senos. Para cubrir los pervertidores, depravantes, peligrosísimos, satánicos pezones la censura echa mano de un proceso fotográfico que nubla, emborrona la imagen.
Tal idiotez tiene por único efecto –amén de destruir la belleza de una de las más memorables escenas del film– atizar el morbo y la malsana curiosidad de los niños en torno a los pezones. Y si la califico de morbosa y malsana no es porque lo sea originariamente, sino porque el encubrimiento del pezón la torna tal. En este caso es la interdicción, la prohibición la que crea el pecado. Por lo demás, ningún niño se convertirá en un psicópata sexual por el mero hecho de ver, durante algunos segundos (¿cuatro, cinco?) un par de pezones. Y es así como la censura fabrica el morbo, de la misma manera en que la confesión genera (y extorsiona) el pecado, y la medicina proclama la enfermedad que la justifica y le da su razón de ser (una de las líneas de fuerza de la Histoire de la clinique, de Michel Foucault).
En la película Basic Instinct, esa sí explícitamente sexual, los pezones de Sharon Stone son también emborronados, pero ¡oh prodigio!, sí tenemos que ver las fláccidas y glutinosas nalgas de Michael Douglas en todo su esplendor mientras atraviesa en pelotas los alfombrados apartamentos donde copula sin cesar, en lugar de andar averiguando la identidad del criminal buscado por todo San Francisco.
Por otra parte, en una película de Arnold Schwarzenegger (con toda probabilidad, el peor actor desde que los hermanos Lumière proyectaran la primera sesión de cine, el 28 de diciembre de 1895 en París), emborronan también los pezones de las mujeres, y luego nos muestran cómo el fortachón decapita, trepana, desmiembra, eviscera y destripa a veinte tipos seguidos. Lo que es realmente obsceno –y potencialmente nocivo– es la violencia desplegada por la película, no los pezones que una actriz exhibe por espacio de algunos segundos, en una escena por lo demás completamente anodina. La moralina burguesa, como siempre, monotemáticamente fijada sobre pezones, y displicente ante lo que realmente es soez y ofensivo en este tipo de films.
Al decir “no” a los pezones, y “sí” a las escenas en las que las tripas y los sesos de los villanos vuelan sobre la totalidad de la pantalla, se sugiere implícitamente que aquellos son cosa mucho más siniestra que estos. Las consecuencias de esa disparatada axiología son gravísimas. “Censor”: una profesión, carrera, actividad, función, misión o pasatiempo que solo debería existir en ese recinto del infierno donde la imbecilidad y la perversidad coexisten hasta tornarse indiscernibles una de la otra.