Jacques Sagot, pianista y escritor.
Lo he dicho mil veces: yo no soy crítico de artes plásticas. Pero mil veces he atravesado esas ventanas virtuales que son los cuadros de la gran tradición pictórica, y a través de ellas he errado por trasmundos insospechados. En otro texto he hablado sobre la impresión profunda –y la conmoción erótica– que me produjo la Ofelia de un montaje de Hamlet por una compañía española que vi cuando tenía nueve años de edad: el cuadrado, generoso corsé púrpura con orlas doradas, el vestido aterciopeladito, el sonido de las sedas, los senos blanquísimos y apretados, ¡tan apretados en su cautiverio! Y veo el famoso cuadro de John Everett Millais, del período victoriano –primera etapa de la escuela prerrafaelita– y vuelvo a sentir algo que está entre la piedad y el enamoramiento. El cuadro fue producido entre 1851 y 1852.
“Sobre el estanque calmo y negro donde duermen las estrellas, la blanca Ofelia flota como un gran lirio”. Alguna vez supe el poema de Rimbaud de memoria. Ahora, como casi todo cuanto he amado, se me ha ido. La Ofelia de Millais era una mujer real –Elizabeth Siddal–, musa prerrafaelita y esposa del también pintor Dante Gabriel Rossetti. Siddal tenía apenas 19 años cuando posó para este cuadro. ¿Cómo puede ahogarse alguien en un arroyo? Recuerden cómo vestían las mujeres del Renacimiento: tontillo y crinolina, con infinitos velos y encajes. Cuando todo ese ropaje se llenaba de agua, el peso era formidable, y arrastraba a cualquiera hasta el fondo del estanque. Era imposible luchar contra aquel fatídico lastre: como tener una piedra amarrada al cuello.
¿Por qué amo la Ofelia de Millais?
Porque en su mano derecha lleva aún la guirnalda que estaba trenzando cuando se dejó caer en la laguna, y porque llevársela con ella era como bajar a la muerte con un floreciente pedazo de vida.
Porque su boca está entreabierta, y es como si de ella surgieran, todavía, las coplas de amor con las que eligió la muerte.
Porque sus ojos no están cerrados y, una vez más, hay en ellos una dulce pervivencia de la vida.
Porque más que mujer pareciera una misteriosa y sensual planta acuática, flotando entre los nenúfares.
Porque en el drama de Shakespeare, desciende al agua “como una sirena”, y –summun de la poesía– solo en el relato de los demás, nunca en una mostración directa.
Porque todo alrededor de ella es verde y fresco, incluso el sauce llorón que se inclina para arropar su cuerpo yerto, y más que morir pareciese absorberse en la naturaleza.
Porque su tez es divinamente blanca, pero nunca cadavérica.
Porque se la va llevando el agua con las manitas fuera, como si tuviera todavía algo que darle al mundo antes de morir.
Por su locura: “Tus grandes visiones estrangularon tu palabra, y el Infinito terrible cegó tu ojo azul” –sigue glosando Rimbaud–.
Por todo eso la amo. La de Millais, no así otras que he visto. Es posible que Ofelia haya suscitado más iconografía que el taciturno príncipe de Dinamarca. Solía tener una reproducción en la sala de mi primer apartamento, en Arizona. Luego la perdí. ¿Qué habrá sido de ella? Por ahí debe de haber quedado enrollada en forma cilíndrica, en alguna caja que extravié durante una de mis muchas mudanzas.
Tendré que buscar otra copia. Tenerla cerca de mí. El fenómeno es, sospecho, raro: pese al aprecio que le tengo, no es del cuadro como obra maestra pictórica del me he enamorado, sino, muy específicamente, de ella. Saber que su sino es la lenta inmersión en el agua, pero, por otra parte, ese sin duda estúpido deseo de querer salvarla que se apodera de mí cada vez que la veo. Ofelia es el personaje dramático de mi vida. Una de las novias de mi alma trastornada, pero nunca pedestre.
Chaikovski escribió una apenas aceptable obertura sobre Hamlet; Liszt uno de sus más insípidos poemas sinfónicos; Ambroise Thomas una ópera tan ajena al drama de Shakespeare como podría estarlo una farsa de Feydeau de una tragedia griega; Berlioz se enamoró hasta el tuétano de la pelirroja actriz irlandesa Harriet Smithson, que representaba en París el rol de Ofelia, y fue para ella que escribió la Sinfonía Fantástica; el joven Verdi compuso una ópera hamletiana que a nadie interesa; en el insondable descenso hacia la mediocridad, Paul McCartney nos sale ahora con que la canción “Let it be” fue inspirada por Hamlet (¿habrá alguien que le crea semejante paparrucha?).
Yo la conocí de niño. Sus blancos senos, el frufrú de sus ropas isabelinas, y su fragancia enredada en el laberinto de mi memoria: cada vez que se acercaba al proscenio, me enamoraba de ella como solo un niño puede hacerlo: muda, impotente, triste, desesperanzadamente.