Pan

Pan

Jacques Sagot, pianista y escritor.

París.  Invierno.  Nieve.  Pienso en Mallarmé: “El cielo ha muerto”.  Uno de los versos más bellos -y más simples- que conozco.  Porque es como si el cielo se hubiese, en efecto, extinguido.  La luz tenue -el fantasma apenas del sol-, oblicua, esquiva.  Resplandor que no calienta.  Y un plafón de bruma, de nubes opresivas, color gris sucio, pesado, grumoso.  Ahí, sobre mi cabeza, doblando mi cuerpo, como si caminase a través de un túnel que no me permitiese erguirme.

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Entro a una panadería.  Pido una “baguette”.  La panadera me regaña: el término correcto es “baguette tradición”, de lo contrario -¡imperdonable inexactitud!- podría estar aludiendo a la “baguette de granos”.  El frío -el del alma y el del cuerpo- me hacen insensible a sus observaciones reposteras, que asumo pertinentes, pero que en ese momento me importan exactamente un periquete.

Llego a mi apartamento.  Me preparo un chocolate caliente, y procedo a comerme mi baguette.  Sin mermelada, sin mantequilla: sabor virginal e inadulterado.  Y entonces -¡qué revelación!- descubro el gozo del pan.  El más noble de los alimentos.  Reconfortante, simple, elemental.  El que no se le niega ni a los prisioneros (el régimen de “pan y agua”).  El que no debería faltarle a nadie.

La sola palabra “pan”, ¡es tan bella!  Simple, irreductible, la pureza misma.  Un monosílabo… ¡que dice tanto!  Pienso en el Panis angelicus (Pan de los ángeles), el himno de Tomás de Aquino que Franck musicalizara; en el milagro de la multiplicación de los panes; en la inmemorial expresión “no sólo de pan vive el hombre”; en “ganarás el pan con el sudor de tu frente”.

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Al morder mi baguette, me convertía en el hermano, en el semejante de los hombres de la prehistoria.  No era, en aquel momento, más que ellos.  Sentí que por primera vez en mi vida lo probaba, lo saboreaba verdaderamente.  El pan, sí, el que alguna vez fuera el jornal de los trabajadores.  Ese que comían los egipcios hace cinco milenios, cuando a la harina de cereales, la sal y el agua, añadieron la levadura -esa que se esponja como la vanidad de los hombres-, ellos que descubrieron los hornos que lo dotaban de esa superficie dura, áspera, dorada, encubriendo el blando, vulnerable misterio de la miga: ¡tan parecido al corazón humano!  Y luego, el pan ácimo -o pan cenceño- que los arqueólogos han descubierto en las márgenes de los lagos suizos: el pan va de la mano de la historia misma de la civilización.  Indisociable de las religiones, el rito, la magia.  El matzoh de la pascua judía, la hostia de la eucaristía…

Yo creía que conocía el pan, que lo había comido mil veces.  Me equivocaba.  Pasamos por la vida ejecutando actos maquinalmente, sin darnos cuenta de su significación, rodeados de milagros que no percibimos como tales por la simple razón de que somos ciegos y sordos.  No existe la banalidad: lo que existe es nuestra incuria e indiferencia.  La “banalidad” es el mundo de lo maravilloso degradado por la insensibilidad.  Cada bocado ha de ser percibido como una bendición, un prodigio, algo que debería movernos al deslumbramiento.  En lugar de preguntarnos qué cosas podrían hacernos felices, deberíamos preguntarnos cuán infelices seríamos de no tener lo que tenemos.  Una psicología de la ausencia.  No decirnos: “¡cuán feliz sería si tuviese esto!”, sino “¡cuán infeliz sería si no tuviese lo que tengo!”

El pan francés es considerado patrimonio inmaterial de la humanidad

Dejo mi testimonio: aquella tarde, por vez primera en mi vida, comí pan.

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