¿Por qué debemos leer a Kafka?

¿Por qué debemos leer a Kafka?

Jaques Sagot, Revista Visión CR.

Porque Kafka es usted, soy yo, todas las personas que por el mundo transitan.  ¿Le ha sucedido alguna vez sentirse ajeno a su entorno, marginalizado, insular, diferente, solitario, incomprendido, feo, frustrado con su trabajo, enamorado “encontradamente” pero incapaz de proponer matrimonio a su prometida por miedo a un padre tiránico y draconiano?  Si la respuesta es “sí”, Kafka es para usted.

Nadie ha retratado mejor al hombre de los siglos XX y XXI que Kafka: un mero glóbulo flotando en una correntada arterial, sin volición, movido por fuerzas oscuras que no comprende.  Detesta su trabajo (asesor legal en una firma de abogados que atiende accidentes laborales).  Nada podría ser más chato, gris y tedioso.  Era el epítome del “alienamiento obrero” (Marx).  Escribía de noche.  Sus enormes ojos de lémur le permitían trabajar a la luz de una candela.  Era una criatura noctámbula, noctívaga y nictálope.  ¿A qué horas dormía?  La respuesta es muy simple: no dormía.  Por eso murió tuberculoso a los cuarenta años, dejando una masiva obra fragmentaria que, gracias a su amigo Max Brod (quien desacató la petición postrera de Kafka para que sus papeles fuesen quemados, ¡gracias a las nueve musas del Olimpo!) ha llegado hasta nosotros, aun cuando inconclusa.

Hay otro rasgo característicamente moderno de Kafka.   Se dice que nuestro escritor era checoslovaco.  Esto es un anacronismo.  En su tiempo, Checoslovaquia se llamaba Bohemia.  Pero resulta que tampoco era bohemio, toda vez que esa región pertenecía al Imperio Austrohúngaro, regido por la dinastía Habsburgo.  Por otra parte, Kafka era judío: una minoría en un país indeterminable.  Hablaba con su familia en yiddish, hablaba en checo en su Praga natal, pero toda su obra fue escrita en alemán…  ¿Cómo establecer un principio de identidad étnica, prendido en semejante embrollo multicultural?  Para colmo de males, no simpatizaba con los judíos, y la mamá tenía que llevarlo de la oreja a la sinagoga.  Kafka no sabía a qué grupo social, étnico, cultural y profesional pertenecía.  Sus obras están llenas de la angustia que acarrea un principio de identidad fantasmal, indefinido.  Es uno de los dramas de los siglos XX y XXI: enormes movimientos migratorios… la gente ya no sabe quién o qué diantres es.

Así que Kafka nació como súbdito del imperio austrohúngaro en 1883, y murió como ciudadano de la República Checa en 1924.  ¡Existe un abismo civil entre el status de súbdito y el de ciudadano: el primero es poco menos que un fantasma, y no tiene los derechos, libertades y prerrogativas del segundo!

Kafka –pese a sus ojos y su expresión de criatura nocturna sorprendida por un súbito reflector– era un hombre atractivo, notorio por su sentido del humor (en su obra la ironía y el sarcasmo abundan).  Tuvo cinco prometidas: Felicia, Milena, Grete, July y Dora.  Su epistolario con ellas es profuso y hermosísimo (muchos de estos documentos fueron quemados por los nazis, que también asesinaron en los lager a las tres hermanas de Kafka).  El ogro despótico de su padre –Hermann– interfirió en estas relaciones: las saboteó, las boicoteó: manejaba a su hijo como un ventrílocuo a su monigote.  Kafka nunca pudo enfrentarse a él.  Su personalidad era demasiado débil como para meterse en el tinglado con el “hiperpadre” (Lacan).

Kafka ha dejado un lacerante testimonio de esta perdida batalla en su Carta al Padre (noviembre de 1919).  El abominable gólem lo sobrevivió siete años, pues murió en 1931.  El padre está por doquier en la literatura de Kafka, de manera muy explícita en su cuento “La condena”, donde el progenitor literalmente condena a su hijo a morir ahogado, para castigarlo por el romance que alimentaba con una bella mujer, potencialmente esposa.  Pero el padre es también todo cuanto acosa y persigue a José K. en El Proceso, es la inaccesible fortaleza de El Castillo, es La Gran Muralla China, es la máquina de tormento de “En la colonia penitenciaria”, es el severo e inmisericorde pater familias de La metamorfosis, que no siente sino desprecio por su monstruoso hijo, ese que “al despertar de un sueño particularmente agitado se descubrió convertido en un monstruoso insecto”.  Amigos, amigas: todos tenemos algo –o mucho– del infortunado Gregorio Samsa.

El origen de lo Kafkiano y la relación abusiva de Franz Kafka con su padre
Kafka y la relación abusiva con su padre.

Kafka no era ajeno a los prostíbulos, y consumía una discreta dosis de pornografía.  Era su manera de proveer de un exutorio a toda su sexualidad reprimida.  Su energía libidinal (enorme, a juzgar por su vasta obra) tenía que encontrar un cráter a través del cual liberar la presión de las profundas cámaras de magma que bullía en las profundidades de su ser.  Sus novelas y cuentos representan varios espesos volúmenes de prosa: era una pluma feraz, ubérrima.

Kafka entendió que la burocracia era una clase parasitaria y siniestra, al servicio de oscuros poderes anónimos.  Su función era humillar, frustrar y demorar los trámites de los ciudadanos.  La autoridad, en Kafka, es diluida, difusa: por eso es tan difícil ponerle una aguja y fijarla sobre una tabla, cual un insecto.  En El Proceso, José K. no logra nunca conocer a sus acusadores ni a la autoridad suprema.  Cuando esta adquiere una contextura tan indefinida y abstracta, no hay posibilidad de rebelarse contra ella.  ¿De qué serviría una revolución, puesto que ya no hay rey a quién cortarle la cabeza?  José K. es rebotado de una secretaría, a un departamento, a una comitiva, a una junta directiva, a una comisión, a una auditoría, a una intendencia, a un despacho, a una asesoría, a una judicatura… nunca logra hablar con el jefe de todos los jefes, ese al que en el siglo XVII no hubieran vacilado en guillotinar.  Además –no lo olviden– era un “sistema – padre”: nuestro escritor también perdió esa batalla.  La autoridad se disemina, atomiza, despersonaliza, y es imposible hablar con un ser humano que nos aclare nuestro predicamento.  No podemos luchar ni rebelarnos contra una autoridad tan difusa, tan abstracta, tan despersonalizada y desencarnada.  Es, justamente, lo que la hace temible.

El Proceso" - KAFKA y Orson Welles - Análisis (parte 1) - YouTube

Kafka se sintió perseguido toda su vida.  La suya es la literatura de la paranoia.  Piensen no más en el inicio de El Proceso: “Alguien tenía que haber calumniado a José K., pues fue despertado una mañana por dos agentes que venían a detenerlo”. Ese sentimiento paranoide y persecutorio: ¿no lo han ustedes experimentado alguna vez, queridos lectores?  La paranoia es el sentimiento definitorio, raigal y fundacional del hombre del siglo XX.

La obra de Kafka no es de fácil acceso.  Comiencen por La Metamorfosis, y luego lean los cuentos “En la colonia penitenciaria” y “La condena”.  Este último figura, con contexto, lectura y profuso análisis, en mi serie de programas “Quédate en casa con grandes escritores”.  Si quieren compartir este audio, envíenme su número de teléfono, para incluirlo en mi WhatsApp, pues es desde ahí donde distribuyo estas conferencias.  Será un placer ofrecerles este gratuito material didáctico.  Es posible, de toda suerte, que el programa flote en algún lugar de YouTube, de la misteriosa dimensión cibernética de la vida: es cosa que no puedo precisar.  Si lo quieren buscar, es probable que lo encuentren, pero yo no voy a meterme a bucear en ese insondable e inhóspito océano.

En alguna ocasión, un profesor de literatura, arrancándose las que supongo eran las últimas mechas de su cabello, me rogó que fuera a su clase, a explicarles a sus alumnos de qué trataba La metamorfosis, de Kafka.  Era un grupo de quinto año.  Los muchachos habían encontrado la novela aburridísima, no fueron capaces de generar ninguna empatía con el infortunado Gregorio Samsa, y no entendían por qué era importante leer aquel grotesco, lento, deprimente e inverosímil relato.  Por supuesto, accedí a la invitación.

La Metamorfosis” de Franz Kafka: Un espejo perturbador de nuestra propia existencia

Me senté, tomé la palabra y los interpelé: “Que alce la mano aquel de ustedes que, siquiera una vez en sus vidas, no se haya sentido diferente, marginado, incomprendido, aislado, anormal, socialmente disfuncional, torpe, feo, quizás monstruoso, awkward, acomplejado, arrinconado por sus compañeros, excluido de sus juegos y conversaciones, señalado, objeto de irrisión, incómodo, lo que los franceses llaman “être mal dans sa peau” (“sentirse mal en su propia piel”).

Todos alzaron la mano.  Entonces proseguí: “pues si así son las cosas, no hay razón para que ninguno de ustedes se declare incapaz de identificarse con Gregorio Samsa.  Porque eso es precisamente lo que nuestro personaje representa: la diferencia radical, esa que Ortega y Gasset señalaba, al decir irónicamente que “ser diferente es, siempre, ser indecente”.  Así que ese fue Kafka, y ese es su alter ego Gregorio Samsa, la “monstruificación” del artista, una especie de aberración genética y social, un bicho de especie indeterminada (y en efecto, Kafka nunca precisa en qué tipo de insecto se transformó su personaje, aunque por la manzana podrida incrustada en su caparazón podemos inferir que se trataba de una cucaracha o un escarabajo).

Kafka amaba el cine.  Ya desde 1910 (cuando este arte era apenas un niño que gateaba), nuestro escritor frecuentaba las salas de proyección para ver películas silentes.  Su obra ha sido adaptada incontables veces a la pantalla grande.  Me limitaré a mencionar El Proceso de Orson Welles (1962), con Anthony Perkins (¡maravillosa elección actoral!) encarnando a José K., y Romy Schneider, Jeanne Moreau, Akim Tamiroff y el propio Welles en roles secundarios.  Luego está El Castillo del gran Michael Hanneke (1997).  La Metamorfosis de Jan Nemec (1975) es impresionante.

Kneff Said: Soderbergh's Kafka gets a Metamorphosis | Screen Slate
Metamorfosis.

Por su parte, Kafka, de Steven Soderbergh (1991), con Jeremy Irons interpretando al escritor, nos propone una tensa, casi expresionista biografía de nuestro novelista.

Pero El Proceso y La Metamorfosis han sido llevados al cine y la televisión muchas veces, con resultados variables: ninguna versión (salvo la de Orson Welles) me parece ser una obra maestra, pero ninguna tampoco es un desastre.  Todas pueden verse con placer, y es mucho lo que podemos aprender de ellas.

Es importante leer a Kafka porque, como ya lo señalé, es el escritor que con mayor precisión y clarividencia retrató al ser humano moderno.  Una criatura desarraigada, acosada, perseguida, marginal, incapaz de definirse a sí misma, desconcertada, errática, manipulada por torvos poderes, sin presencia ninguna en la sociedad, desprovista de capacidad para modificar el curso de esa acéfala máquina llamada “historia”, huérfana, sedienta de absolutos e intoxicada de relativos, que llora e interroga el firmamento en estado de total intemperie metafísica.  Ese ser desamparado, culpable de deicidio, presa del terror, inerme, arrastrado por el tsunami de la masa adocenada y descerebrada, instrumentalizado, vejado en su dignidad de ser autónomo y soberano, ese pobre animalito que no encuentra alero bajo el cual cobijarse…  todo eso lo vio y lo reprodujo Kafka en su visionaria literatura.  Es importante leerlo porque con ello bajamos al sótano mismo de nuestro ser.  Es parte de un proceso de autoconocimiento.  Con seguridad no será “agradable” o “placentero”, pero es necesario, más aún, perentorio.

 

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