Un cortejo inopinado

Un cortejo inopinado

Jacques Sagot, pianista y escritor.

Transitaba sobre la carretera principal de San Pedro, cuando mi amigo taxista me pidió permiso para desviarse hacia una de las avenidas de Los Yoses.  “No lleva prisa, ¿verdad?” -me preguntó-.  “No hombre, en lo absoluto”.  “Será cuestión de algunos minutos, y no le voy a cobrar esta parte del servicio”.  “No se preocupe”.  Desembocó en la calle en cuestión, y para mi estupor, me topé con un convoy de taxis -una hilera de tres o cuatro cuadras de vehículos que avanzaban lentamente, haciendo sonar sus bocinas-.  Evolucionaban acompasada, procesionalmente.  La gente salía de sus casas a observarlos, y los carros se detenían, para ver pasar el desfile.  “Es un pequeño ritual que organizamos para hoy.  Yo los acompañaré un par de cuadras, y de inmediato me salgo del convoy y seguimos su trayecto” -me aclaró el taxista-.  Nuevamente, lo tranquilicé.  Pude ver que se trataba de algo serio, algo que el hombre abordaba con gravedad, con solemnidad.  No sé qué tiene el dolor, que genera en torno suyo una especie de irradiación perceptible a kilómetros de distancia.  Yo guardaba silencio, intrigado, algo inquieto.

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Por fin, allá, adelante, descubrí lo que motivaba la procesión.  Un taxi llevaba expuesto en la parte de atrás un ataúd de madera, liso, tosco, la cosa más simple del mundo.  Alguien, desde la acera, exclamó, hondamente conmovido: “¡Ay, qué pecado, miren: ahí llevan la cajita!”  “La cajita”… el eufemismo me vulneró, me mordió las entrañas.  Después de todo, un ataúd, ¿no es una cajita?  ¡Y esta no podía ser más simple!  Los ataúdes de los pobres son como las esculturas de Brancusi: arte dépouillé, formas geométricas sencillísimas e irreductibles, así diseñadas para que la materia -bronce, madera, mármol- cante la especificidad de su textura, su color, su temperatura.  La simplificación de la forma genera en el espectador una revalorización de la materia.  Y tal era el caso, con el ataúd que recorría ahora las calles de Los Yoses.  Jamás había visto un paralelepípedo tan enigmáticamente simple, tan modélico.  Por poco, hubiera podido pensarse en el arquetipo platónico del ataúd.  Daba la impresión de oquedad, pero todos sabíamos que dentro iba un cuerpo, rígido, inerte, pero acunado por el vaivén del trayecto.

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“Lo mataron ayer, en la entrada de Los Guido.  Un maldito le cayó por la espalda y le metió dos balazos en el cráneo.  Y todo para robarle quince mil pesos, los neumáticos, y un reloj del tiempo de upa que andaba puesto, y era un regalo de su papá.  Por dicha no sufrió.  Ahí quedó, ahí lo dejó, ahí lo encontraron, a la vera del camino, en la mañana.  Murió con los ojos y la boca abiertos, como sorprendido, con una expresión de estupefacción, como si no hubiese alcanzado a entender lo que le había sucedido.  Viera cómo costó cerrarle los ojos.  Con decirle que hubo que sellarle los párpados con pegamento.  No quería que se los cerraran, creo yo.  ¿Por qué la gente insiste en bajarle los párpados a los muertos?  Es una falta de respeto.  Era un buen hombre.  Dejó una viuda y dos chiquitos.  Ahí estamos haciendo una colecta en la cooperativa para ver cómo los ayudamos.  Y la ley, como siempre, pintada en la pared.  Las patrullas ni siquiera entran a Los Guidos.  Ese criminal está ahora mismo durmiendo la siesta tranquilamente, seguro de que nunca lo agarrarán.  Pero, ¿sabe usted una cosa?”

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Me escalofrié ante el tono que asumió para formularme la pregunta.  “Abra la gaveta del dash”.  Vacilé en hacerlo.  “¿Esta?”  “Sí, esa”.  Apreté el botón y el compartimento se desquijaró violentamente.  Adentro, relucía una pistola de grueso calibre, cañón corto, color mate, frío, pequeña pero suficientemente amenazadora como para que nadie pudiera mirarla sin un estremecimiento”.  “¿Ve usted ese chopo?”  “Sí”.  “Ya sabemos quién fue el malnacido que mató al compañero.  Ya había asaltado a varios colegas.  Lo tenemos perfectamente identificado.  Nos hemos puesto de acuerdo, y lo vamos a emboscar.  Sabemos dónde vive y dónde trabaja.  Hoy enterramos al compañero.  Mañana, ese hijo de puta está muerto.  Muerto, ¿me entiende?  Como las piedras.  Lea los periódicos pasado mañana, para que vea que no le miento.  Ya está todo planeado.  Un mal parido así no merece vivir.  Muerto, muerto, muerto” -me repetía-.  Por el alma de mi madre, por mis hijos, por las heridas de Cristo: muerto, muerto, muerto.  Ya a estas horas, mañana, estará muerto para siempre”.

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