Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Tengo lectores a los que no les gusta que yo escriba sobre fútbol. Me lo han reprochado algunas veces cariñosamente, otras casi taxativamente. “Su pluma es muy valiosa, don Jacques, ¿cómo se le ocurre ensuciarla haciendo comentarios futbolísticos?” Pero la verdad es que a mí me gusta mucho el fútbol. Lo vivo épicamente, intensamente, sobre todo, cuando en contextos internacionales, juega mi amada Selección de Brasil, la “Verdeamarela”, la “Canarinha”, el “Scratch do ouro”.

Y discuto con la gente para asegurarle que en el fútbol hay grandes mentes, grandes intelectos, y que es un deporte que interpela dos importantísimas sensibilidades: la espacial y la temporal, y que por otra parte convoca el mismo tipo de inteligencia que requerían los marinos de antaño, los coreógrafos y los ajedrecistas: una inteligencia específicamente espacial: saber reconocer relaciones espaciales entre distintos elementos que actúan en un ámbito acotado.
Pero, amigos, amigas, mi discurso se cae a pedazos (y esto me resulta extremadamente irritante), cuando algunos pateadores de bola profesionales le dan la razón a mis acusadores. He aquí, por ejemplo, una frase indefendible, que se hizo legendaria. La eructó Mark Draper, reconocido crack inglés: “Mi mayor ambición sería ir a jugar a un club italiano, como por ejemplo, el Barcelona”.

Lo dijo con absoluta autoridad. Había reporteros en torno suyo, y oyó algunas carcajadas, pero asumió que no tenían nada que ver con él. Tuvo todo el tiempo del mundo para corregir su gazapo, pero no lo hizo: en efecto, estaba convencido de que Barcelona quedaba en Italia. Y claro está, alguno de mis amigos se mofó de mí: “En una entrevista vi anoche a uno de tus grandes intelectos futbolísticos, inteligencias sublimes del tiempo y el espacio, decir que Barcelona quedaba en Italia… ¿de modo que esos son tus genios balompédicos?” Guardé amargo silencio.
La verdad es que abundan los artistas, pensadores y científicos que se apasionaron con el deporte: Jean Cocteau, Pablo Picasso, Franҫois-André Danican Philidor, Vasily Smyslov, Mark Taimanov, Paul Badura-Skoda, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Guy Debord, Matthew McConaughey, Bill Murray, Will Smith, Justin Timberlake, Jack Nicholson, Gabriel García Márquez, Camilo José Cela, Augusto Monterroso, Arthur Conan Doyle, Pitágoras, Platón, Aristóteles, Píndaro, LeRoy Neiman, Dimitri Shostakovich, Marie Curie, Albert Einstein, Niels Bohr, Harald Bohr, Enrico Fermi, Alan Turing, Ernest Rutherford, Santiago Ramón y Cajal, Carl Sagan, Edwin Hubble, Ivan Pavlov, Buzz Aldrin, Charles Darwin, Ernest Hemingway, Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Louis Armstrong, Robert Shaw, Erik Satie, David Oistraj, Henry de Montherlant, Arthur Cravan, Roland Guiguère, Michel Beaulieu, Jean Echenoz, Eduardo Galeano, Carlos Salazar Herrera, Vassilis Alexakis, Jacques Tati, Zoltan Kodály, Charles Chaplin, Giorgio Bergoglio (papa Francisco), Adolfo Bioy Casares, Leopoldo Lugones, Sergei Prokofiev, Claude Debussy, Edward Elgar, Jean Sibelius, George Gerswhin, Carlos Fuentes, José Ortega y Gasset, Ramón Gómez de la Serna…

Podría llenar docenas de páginas enumerando a los grandes espíritus que supieron apreciar la belleza ética y estética del deporte, su complejidad psicológica, su valor civilizador, su rol en el desarrollo integral de cualquier ser humano (el deporte era un componente fundamental en el ideal de la paideia griega).
Urge deconstruir esa falsa configuración binaria, esa supuesta irreconciliabilidad entre el homo aestheticus y el homo ludens. No son habitantes de islas separadas por diez mil kilómetros de distancia, o seres confinados a compartimentos estancos. Cualquier pensador, científico o artista de gran calibre sabrá valorar la manera en que el deporte enriquece la vida. Los que suelen arrugar la nariz y se pretenden ofendidos con el hecho de que un artista superlativo sea un hincha de un equipo de fútbol y asista regularmente a los estadios son los pedantes, los précieux, los aficionadillos y amateurs que nada comprenden del arte ni del deporte. Los artistas no viven aislados sobre peñascos de puro cristal: son sensibilidades abiertas a todo cuanto es excelso, tienen sus almas “exposées aux torches du solstice” (Valéry).
Me permito hablar de mí. Aquejado por enfermedades muy severas que me impidieron practicar ningún deporte fuera del ajedrez, y un poco de natación y ping-pong, sobreviviente de mil crisis de salud que me llevaron al borde de la muerte desde mi más tierna infancia, no dejé por ello de apasionarme por el deporte.
Lo estudié en calidad de teórico, con rigor y laboriosidad. Me convertí en un experto en la historia de los juegos olímpicos de la Antigüedad como de los modernos. Conozco a todas sus figuras señeras. Exploré el fútbol con fruición: brinqué de júbilo y lloré con los triunfos y derrotas de mis equipos amados. He investigado todo lo que sobre el fútbol se puede saber. He exhumado videos de partidos históricos que el mundo no conoce: me convertí en un teórico, historiador y estadígrafo de este fascinante juego. Y, lo más importante de todo: escribí un libro de 660 páginas titulado Los registros imaginarios del fútbol. Permanece inédito por la razón que silencia a casi todos los escritores serios en Costa Rica: no tengo recursos para publicarlo (pero es mi meta lograrlo, y con un poquito de suerte y el apoyo de ciertos amigos creo que lo conseguiré). En él abordo el fútbol desde los imaginarios ético, estético, militar, religioso, animal, sexual, político y lingüístico. Está fabulosamente documentado. Es la obra de toda una vida.

También me ha apasionado el boxeo (tuve la fortuna de crecer cuando este deporte contaba con figuras extremadamente carismáticas que con mucho trascendían el ámbito acotado del cuadrilátero: Muhammad Alí, Joe Frazier, George Foreman, Ken Norton, Roberto “mano de piedra” Durán, Sugar Ray Robinson… hoy en día el boxeo carece de este tipo de luminarias).
Y por supuesto, el ajedrez ha sido una de las grandes pasiones de mi vida. Llegué a jugarlo con alguna proficiencia, y he invertido cientos de horas analizando partidas de Capablanca, Tahl, Petrosian, Fischer, Karpov (omito a Kasparov, cuya personalidad me resulta insufrible). En 1974 viví incluso el pequeño milagro de jugar una partida contra David Bronstein, uno de los grandes innovadores de la teoría ajedrecística, y protagonista de un emocionantísimo combate por el título mundial contra Mijail Botvinik, en 1951. El match terminó empatado a doce puntos, con lo cual el campeón –Botvinik– logró retener el título. Bronstein es considerado, junto a Keres y Korchnoi, uno de los tres más grandes maestros que jamás pudieron alzarse con la corona mundial.

Por supuesto, Bronstein me masacró en 17 jugadas (yo era un niño de once años de edad –por mucho, el más joven contrincante– y participaba en una exhibición de simultáneas del gran maestro), pero me regaló generosamente media hora de su tiempo explicándome de cuántas maneras pude yo haber evitado la derrota. No solo fue un jugador genial, sino también un pedagogo, un comunicador, un formador y un paladín de este juego que es, a un tiempo, deporte (por cuanto competitivo); ciencia (los movimientos de las piezas en el tablero son perfectamente arbitrarios y no tienen nada que ver con la matemática, pero sí convocan de manera superlativa la lógica y la inteligencia espacial (la capacidad para establecer relaciones espaciales en un ámbito acotado); y arte, pues demanda creatividad, imaginación, y se rige por criterios estéticos tanto como pragmáticos.
Así que por el deporte no siento otra cosa que respeto e infinita devoción. Es una de las mejores cosas que se le han ocurrido al ser humano. De modo que, aunque algunos de mis lectores se irriten por ello, seguiré escribiendo columnas sobre deporte, y participando en programas televisivos y radiofónicos sobre este inmenso, inagotable tema. Siempre evoco la célebre reflexión de Albert Camus (que fue portero del Racing Club de Argel, y se retiró del fútbol únicamente debido a una crisis de tuberculosis): “Todo lo que sé sobre ética me lo enseñó el fútbol, no la academia o los cenáculos filosóficos que he frecuentado: allí solo encontré envidia y deslealtad”.