Jacques Sagot, Revista Visión Cr.
Gran pianista. En 1988 lo oí tocar el Cuarto Concierto de Beethoven con la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por su amigo de mil batallas Irwin Hoffman. Me refiero a Jerome Lowenthal. Soberbio músico. Por un momento pensé en no decir su nombre, porque guardando su anonimato lo convierto en símbolo por de lo más noble y universal del ser humano. Pero la verdad sea dicha, el nombre es lo primero que el mundo no da, y es lo último que algún alma piadosa escribe sobre la piedra que arrullará nuestra muerte. Así que opté por consignarlo. Jerome Lowenthal, gran apóstol de Franz Liszt, de Chaicóvski, de Bartók, y notabilísimo pedagogo (por poquísimo no fui su alumno: la vida tiene esa manera oscura, críptica, de llevarnos en ciertas direcciones y alejarnos de otras).
Interrupción de su carrera. Su esposa se muere, después de prolongada, infame enfermedad. Dos días a su lado, sosteniéndole la mano. A todas horas, durante la noche, durante las visitas del doctor y de las enfermeras, durante los cada vez más espaciados momentos de conciencia, durante el sueño, durante la vigilia. Se está extinguiendo. Y él a su lado. Muere en mitad de la alta noche. Él tiene presentación al día siguiente: un concierto de Mozart. Esa misma mañana: sepelio, soledad, desconcierto, duelo infinito del alma.
“Cancele, maestro: todo el mundo lo va a entender”. “Cancele, maestro: algún alumno aventajado estará encantado de aprovechar la oportunidad para sustituirlo”. “Cancele, maestro: usted no está en condiciones de salir al escenario: han sido dos noches de no dormir”. “Cancele, maestro: no se exponga: usted debe ahora reposar”. “Cancele, maestro: ahora lo único que importa es reponerse física y emocionalmente”.
No canceló. Salió a escena y tocó el concierto de Mozart. Y uno, dos, tres, quizás veinte encores. Ahogar el dolor en el piano. Dejar que la música hiciera lo que mejor sabe hacer: restañar las más profundas heridas del alma. ¿La crítica? No fue buena. Y no podemos juzgar por ello al crítico: no es su misión examinar cuál es el estado psicológico del intérprete antes del concierto. Que una nota falsa por aquí, que otra por allá. Para un hombre que venía de sufrir una tragedia de tal magnitud, poca, muy poca cosa. Gran ovación de un público conmovido. Sin embargo, el piano, Mozart, la música, el crítico no perdonan. Injusto oficio este, donde un cretino cualquiera que acaso no toque el kazoo puede hacerlo a uno trizas desde la invulnerabilidad de su columnilla periodística.
Pero no es el crítico el que cuenta. El gesto moral del pianista superaba con mucho su desempeño estético. Un gigante. La ética del artista llevada a su más sublime expresión. No, no es el crítico el que cuenta, el que señala qué cosas salieron mal, qué cosas fueron un desacierto o -y no fue ciertamente su caso- un desastre. El mérito pertenece al guerrero. Al hacedor, no al juez. Al hombre que cae en su campo de batalla. A ese que se queda una y otra vez corto, el que, en el mejor de los casos, triunfa, y que cuando pierde, lo hace con la mirada fija en las estrellas.
El maestro Irwin Hoffman tuvo conciertos tanto el día en que murió su padre como el día en que murió su madre: no canceló ninguno de los dos. Hecho enigmático: en ambos casos estaba programada la Cuarta Sinfonía de Bruckner. ¡Grande, grande, grande Irwin: mi maestro, mi amigo, mi colega!
Al día siguiente de su concierto, Lowenthal tenía clase magistral con su grupo. Entró al estudio sonriente, lleno de luz, y se sentó al piano. Sus alumnos, espontáneamente, se pusieron de pie, como se recibe a un príncipe, a un héroe, a un gran hombre.
Creo en el heroísmo, en el amor por nuestro arte, ese que nos hace capaces de las más grandes gestas, de sacar insospechadas fuerzas internas justo cuando la tormenta arrecia. Un gran músico, sí, perolo que es mucho más importante, un gran ser humano. Jerome Lowenthal tiene hoy en día noventa y dos años de edad, y aún ofrece conciertos, si bien con agenda reducida. ¡Salud, titán, y gracias infinitas por el ejemplo de estoicismo y profesionalismo que nos diste! ¡El alma humana tiene su musculatura, y los espíritus señeros saben movilizarla con la presteza de los gladiadores de antaño!