Una antología universal de la imbecilidad

Una antología universal de la imbecilidad

 Jacques Sagot, pianista y escritor.

Deo volente, publicaré pronto un libro que lleva el título de este artículo.  Paso a comentarlo.

El humor es una sensibilidad, y hunde sus raíces en la experiencia estética.  Es, en suma, una forma de belleza.  Y lo es incluso en sus más zafias manifestaciones (hay belleza mediocre, e incluso abiertamente despreciable).  En caso de que no lo sepan, amigos y amigas, existen museos “de arte malo”.  El Museo del Arte Malo (conocido en inglés como MOBA, abreviatura de Museum of Bad Art) es una galería estadounidense de carácter privado cuyo objetivo es “celebrar la labor de los artistas cuyo trabajo no sería mostrado ni apreciado en ningún foro más que este”.

El MOBA, o Museo de Arte Malo | Los Siete Enanitos
El MOBA, o Museo de Arte Malo.

Cuenta con al menos dos sucursales, una en Sommerville y la otra en Brookline, ambas localidades de Massachusetts. Su colección permanente incluye 600 piezas de “arte demasiado desagradable como para ser ignorado”.  De cincuenta a setenta y cinco piezas se encuentran disponibles para el público en cualquier momento.  Lo interesante de todo esto es que tales instituciones nos permiten recordar que la fealdad es, ella también, una categoría estética.  Algunos dirían: “No, es justamente antiestética”.  Pero sucede que la antiestética es también una manifestación esencialmente estética.  No hay forma de escapar de ella, siempre que se hable de formas, texturas, colores, diseño, arquitectura, sonido, imagen, dimensiones, proporciones, etc.

Confieso, por ejemplo, ser un degustador de las películas de Ed Wood (1924-1978), universalmente votado el peor director de la historia del cine.  Ruedo por los suelos y pierdo el resuello viendo Plan 9 from outer spaceGlen or Glenda o Bride of the monster.  Su ineptitud, su incompetencia es tal en todos los parámetros fílmicos, que se convierten en pequeñas obras maestras del humor involuntario.  Deberían ser proyectadas regularmente en los museos antes mencionados.  Hay que verlas para creer y comprender lo que aquí asevero, amigos y amigas.  Ténganlo por seguro: jamás habrán ustedes visto un cine tan incoherente, grotesco, risible, inane… por momentos pareciese rozar asintóticamente el mundo del surrealismo, tal es su abigarramiento y la absurdidad de su andadura.

Ed Wood – El Hilo de las Historias
Ed Wood.

Sí, no hay duda de que la ineptitud y la imbecilidad tienen algo profundamente atractivo.  Son una especie de mysterium tremendum et fascinans.  Como un cráter volcánico o una enorme catedral gótica, nos asustan y nos fascinan al mismo tiempo.  Y son, por encima de todo, un misterio.  Un misterio del alma humana.  Tienen, además, para quien colecciona sus más egregias manifestaciones, un valor social, antropológico, psicológico, lingüístico, filosófico, y crítico – cultural.  Debemos atesorarlas, antologarlas, estudiarlas –y estoy hablando perfectamente en serio–.  ¿Por qué?  Porque se constituyen en pruebas irrefutables de la decadencia terminal en que está sumido Occidente, para ser más preciso, la civilización judeocristiana de la que todos, en esta latitud del mundo que llamamos Costa Rica, formamos parte.

Pero no me he limitado a las sandeces proferidas en este corral de 51 000 kilómetros cuadrados que es mi país.  También he espigado frases de todos los lugares donde he vivido.  La imbecilidad es una de las cosas mejor distribuidas en el mundo.  Me he quedado apenas –es lo propio de todo buen coleccionista– con las expresiones más granadas, más selectas de un repertorio que era por demás vastísimo, y tocaba prácticamente todas las áreas de la cultura.

Me parece una excelente iniciativa, que se instituyan museos de la fealdad, galerías de arte malo, y festivales de películas de Ed Wood.  Es humor involuntario (¡el mejor de todos!) y nos ofrecen un espléndido retrato implícito de la criatura humana, en el momento histórico que estamos compartiendo.  Creo firmemente que esta antología –dejo por fuera la vanidad del antólogo– tiene considerable valor.  Como les decía, propone un testimonio de la época histórica que nos ha tocado en suerte padecer.  No es que en la alta Edad Media no se profirieran sandeces.  Pero estas no eran pronunciadas por figuras públicas, figuras de autoridad, no circulaban en los medios de comunicación ni inundaban las redes “anti-sociales”, como lo hacen hoy en día.  No se constituían en modas, en tendencias, en “formadoras de opinión”.  No eran pandémicas, no las adoptaba la totalidad de la sociedad de manera mimética y acrítica por el mero hecho de haber sido proferidas por un futbolista famoso, una top model, un personaje de la farándula, un animador de programas de concursos, o un influencer (¡qué vocablo y qué noción detestables!)  El mundo está enredado en una urdimbre inexpugnable de nexos: conectados hasta la asfixia, y sin embargo, más solitarios que nunca.  Gente que dice tener veinte mil amigos en Facebook… ¡Ja, ja!  Quizás convendría redefinir la noción de “amistad”.

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La imbecilidad tiene, en nuestros días, una resonancia mediática de la que carecía en la alta Edad Media.  Estamos expuestos a dosis masivas de imbecilidad a cada minuto de cada hora de cada día de cada semana de cada mes de cada año de nuestros días.  Desayunamos, almorzamos y cenamos imbecilidad.  Es nuestra dieta básica.  Y tal es su magnitud, que ya ha terminado por pasar inadvertida.  No me crean tan severo: en realidad soy de la opinión que todo ser humano tiene derecho a diez minutos diarios de imbecilidad: es razonable, es saludable, es inevitable.  ¡Pero hay gente que no sale de ella!  Figuras públicas (sobre todo en los terrenos de la política, el deporte y la farándula) se dejan decir enormidades que ya no generan ni siquiera la risa de antaño.  Estos comediantes malgré eux gozan ahora de la prerrogativa de prorrumpir con cualquier sandez sin generar más que algunos memes y uno que otro chiste de corrillos oficinescos.  El castigo social que merecen debería ser mucho más alto: que renuncien a sus cargos, y salgan de ellos cubiertos de oprobio.  El país no les paga en su capacidad de stand-up comedians –pese al evidente e involuntario talento que tienen para ello–, sino en tanto que presidentes, diputados, ministros, gobernadores, alcaldes, munícipes, regidores, asesores, o bien jugadores de fútbol, galanes de telenovela del trópico húmedo, o modelos que se bambolean sobre una pasarela, dando bandazos a babor y estribor, para luego ocultarse cual deidades paganas tras una misteriosa cortina.  Y esos son los “opinadores” regularmente consultados para pronunciarse en torno a temas que van desde el déficit fiscal hasta el feminismo ultra radical, desde el préstamo al Fondo Monetario Internacional hasta el alquiler de úteros por parejas homosexuales que quieren tener hijos.

Las piezas de esta antología  son el testimonio de una sociedad neurológicamente muerta, inserta en una civilización moribunda –pero no todavía in articulo mortis–.  Costa Rica ya murió.  Lo que es más: podría precisar el año de su muerte con exactitud de médico forense: la ubico en 2002, hace veintitrés años.  Muerte neurológica.  El país sigue respirando y palpitando merced a un sistema de soporte vital.  Quizás sería ya hora de desconectarlo de todos esos armatostes con sus pitidos, gráficos, señales, luces que parpadean, signos de alarma…  Es una cuestión de misericordia.  Muerte neurológica, sí, y como tal, irreversible.  Podemos seguir viviendo –si a tal estado de catalepsia se le puede llamar vida– en condición vegetativa por cien años más, pero creo que sería un acto de crueldad y egoísmo.  Y quienes estén condenados a vivir en este país y no tengan la posibilidad de emigrar a lugares donde la inteligencia sea aún valorada, vivirán como larvas, como vermes, como bacterias anaeróbicas pululando en el intestino de un cuasi-cadáver.

Etica y Gerencia: Sobre política y estupidez colectiva

Hace mucho tiempo que no escribo para ilustrar o educar a mi país.  Mis veleidades pedagógicas se apagaron cuando constaté que el país estaba lobotomizado, descerebrado.  Escribo porque la escritura es para mí una estrategia de vida: he ahí la única razón.  Renuncié a jugar de cruzado de la cultura, de la belleza, del conocimiento, de la razón.  Costa Rica ya es ineducable: ¡apenas acusa los más leves signos vitales!  La descerebraron el plebeyismo, el pachuquismo, el encanallamiento, la chusquería, la frivolidad, en suma, su Alteza Serenísima la Imbecilidad.  Dos factores coadyuvaron para matar a mi país.  Nos atacaron por dos frentes, y nos aniquilaron con facilidad y casi sin ofrecer resistencia.  Por un lado, el sistema educativo fracasó, pese a las promesas de mil ministros de educación que, todos, llegaron enarbolando la bandera de alguna nueva revolución pedagógica y propedéutica.  Así pues, pésima educación en el sector público, ese que costea el Estado.  Por otra parte, la media nos ahogó en un océano de excremento.  Ahí culpo directamente a Teletica Canal 7, a Repretel, a Canal Multimedios, a La Nación y los otros dos o tres pasquines que circulan por los caminos de nuestro país.  Ellos nos trepanaron y nos extrajeron el cerebro.  Los más perjudicados fueron los niños y los jóvenes.  Telebasura, radiobazofia, y periodismo rosa, gonzo, frívolo, vulgar, hecho para cafres, nacos, guarangos, zarrapastrosos, palurdos, el vulgus pecum.  Y conste que no identifico estas categorías con las clases más menesterosas del país –por las que siento profundo respeto–, sino, antes bien, con un tipo de “nuevo rico” que ha proliferado con rapidez epidémica.  Ricos en la vulgaridad y la incultura.  Se creen los dueños del mundo… pobres miserables.

Así que por un lado un sistema educativo completamente disfuncional, y por el otro lado un tsunami de escoria mediática de cuarenta metros de altura desplazándose a una velocidad de trescientos kilómetros por hora.  No teníamos una barricada lo suficientemente sólida para resistir el embate de los medios antes mencionados.  Apenas un dique de castores… la confluencia de ambas circunstancias acabó con el país.  Es con absoluta convicción que firmaría un acta de defunción si alguien me la solicitase.  Costa Rica está muerta, sí, y nadie vuelve de la muerte.  Los medios –la prensa, la televisión, la radio– pensaron únicamente en cómo hacer dinero.  Periodismo de mercachifles.  Periodismo mercenario.  Olvidaron (si es que alguna vez lo supieron) que el periodismo tiene, aparte de su función informativa, una misión educativa.  Lejos de ello, se sumaron al tsunami excrementicio que nos barrió y ahogó como un niño pequeño que cayese dentro de un tanque séptico.  Un buen, sólido sistema educativo, habría constituido una eficaz contracultura, un parapeto contra el embate de materia fecal que la media nos administró masivamente.  Una media formativa, preocupada por la educación y la cultura, hubiera paliado los efectos nefastos de un sistema educativo inoperante.  Pero con ambos frentes en contra nuestra, la derrota era absolutamente inevitable.

La TV y sus programas basura, impacto negativo en la sociedad - Movimiento  Antorchista Nacional

Por eso elaboré esta antología.  Para que quede un documento que certifique las enormidades que vi y oí en nuestro vegetativo país.  Siempre tuve espíritu de coleccionista.  El coleccionismo es una de las cosas más bellas de la vida.  El coleccionista es el único hombre que acumula sin voluntad de lucro.  Solo desea rodearse de aquellas cosas a las que confiere un valor singular, y que resultan significativas en su vida.  Pues aquí les dejo, amigos, esta colección de imbecilidades, incompetencias y perversidades que he espigado a lo largo de muchos años, y que he recogido del cadáver de mi país, pero también de otras latitudes que igualmente están en peligro de muerte neurológica, aunque no tan irreversible como la nuestra.    Es un libro de humor involuntario, de humor amargo, un libro que hubiera preferido no escribir… pero sé reconocer lo que la historia me exige en cada momento dado de mi vida, y suelo acatar sus mandatos.

He hecho extensivo el concepto de la imbecilidad a otros anti-valores, como la ignorancia, la iracundia, la ineptitud, la arrogancia, la mentira, la cobardía, el ridículo, la perversidad y diversas obsesiones.  Recuerden ustedes que según Platón la ignorancia es el origen de todo el mal del mundo, con lo cual sería progenitora directa de la imbecilidad.  Así que, aunque reconozco que ignorancia no equivale a imbecilidad, detecto su vínculo, su parentesco, su relación causa-efecto.  Todas las historias que he compilado en esta triste casuística están emparentadas, de lejos o de cerca, con la noción de imbecilidad.

¿Y qué nociones como la incompetencia y la perversidad?  La imbecilidad suele ser perversa, y la perversidad es, por definición, imbécil.  Me apoyo en la noción platónica que vengo de enunciar.  Así que el vínculo entre imbecilidad y perversidad me parece visible y natural: ambas se fecundan recíprocamente.  En lo que atañe a la incompetencia, queda claro que es un subproducto, un epifenómeno (Kant) de la imbecilidad.  Pero, para asombro de algunos, me atreveré a decir que la incompetencia también puede estar íntimamente ligada a la perversidad.  Porque la incompetencia es muchas veces tal en virtud de la perversidad.  Es una incompetencia fingida, por pereza, por desidia, por falta de compromiso, por desinterés, por abulia, por indiferencia.  Alguien que ejerce su oficio desde esta marisma de anti-valores éticos (es decir, el 99% de la población mundial que “goza” de un empleo) está actuando perversamente.  Esa incompetencia puede acarrear el dolor, la tragedia y la miseria de incontables seres humanos.  Así que también la incompetencia está inextricablemente asociada a la perversidad.

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Herewith, mi antología – museo – galería de imbecilidades, inoperancias y perversidades.  Todas apuntan a un proceso de decadencia terminal.  A la muerte de una sociedad y más aún, de una civilización.    Pienso en los sumerios, asirios, egipcios, babilonios, hititas, cananeos, fenicios, griegos, romanos… todos creyeron en su momento que sus civilizaciones serían eternas, que sus valores serían eternos, que sus dioses serían eternos…  ¡Ay, esa palabra, a escala humana, no pasa de unos cuantos milenios, en el mejor de los casos!  Como Toynbee, creo en los ciclos vitales de las civilizaciones, análogos a los ciclos biológicos de la vida: nacimiento, infancia, adolescencia, madurez, ápex, declive, vejez, decrepitud y muerte por subducción –como las placas tectónicas– bajo el empuje de nuevos sistemas societales.  Nuestra civilización judeocristiana ya tiene más de dos mil años, y acusa todos los síntomas de la decadencia… es un buque que navega con cuatro torpedos incrustados bajo la línea de flotación, que hace mucha más agua de que la que las bombas pueden evacuar, que se inclina ora a babor, ora a estribor, ora hacia la proa, ora hacia la popa, juguete del mar y el viento, incapaz ya de decidir su dirección y fijar un itinerario concreto.  Al ser humano debería prohibírsele el uso del epíteto “eterno”.  Es una noción que ni siquiera somos capaces de concebir.  Abusamos de esta palabra con irresponsabilidad imperdonable.  Al hablar de amor, de valores, de religiones, de amistades, nunca tarda en aflorar el concepto de eternidad.  ¿“Concepto”?  Ni siquiera, porque no somos capaces de él.  Es una limitación cognitiva que Kant señaló muchas veces.  Ahora nos resta solo seguir elegante y heroicamente haciendo música sobre el puente, hasta que el agua nos impida ya manipular nuestros instrumentos.  Creo profundamente en la necesidad de un hundimiento digno, épico, estoico, caballeresco… y que la música sea lo último en apagarse en esta nave de locos.  And the band played on!

“Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.  Tal es el acorde conclusivo de la más célebre novela de Gabriel García Márquez.  Costa Rica tiene mucho de Macondo, sí, pero quizás más aún de Comala, de Luvina, las distópicas y desoladas ciudades de Juan Rulfo.  También ella estuvo condenada a cien años de soledad.  Fue lo propio de todos los países latinoamericanos colonizados por España.  Sí, ya lo creo que Costa Rica pertenece también a este linaje de pueblos malditos.  Pobre, ineducada, inculta, descriteriada, saqueada, espiritual e intelectualmente raquítica.  Fuimos condicionados –no determinados– por la historia para integrar la insondable marisma socio-política de eso que se llama Latinoamérica.  Somos un ínfimo, diminuto tumor en medio del cáncer descomunal que constituye este subcontinente.  Cierto, como dice Calderón de la Barca en La vida es sueño, “los astros inclinan, pero no obligan”.  Pudimos haber escapado a nuestro condicionamiento cultural.  Pero no lo hicimos.  Carecimos de los intelectuales, los políticos, los ciudadanos, las universidades, los artistas, los escritores, los congresistas, los ministros, los comunicadores, en suma, de la intelligentsia que necesitábamos para zafarnos de tan trágico sino.  ¿Seremos capaces de resucitar?  No, puesto que jamás fuimos otra cosa que la que somos: ¿a qué bueno reeditar el mamarracho de la Costa Rica de siglos idos?  Seguiremos vegetando, inermes ante el avance arrollador de la globalización, la economía de mercado, el anarco-capitalismo neoliberal y la mercantilización del ser humano.  Aun naciones con identidades culturales acusadísimas han sido enfeudadas por este tsunami.  ¿Qué podríamos hacer nosotros para que no nos pasen por encima?  Ya cualquier afán o reacción es tardígrada.  No habrá una segunda oportunidad sobre la tierra para Costa Rica.  Siempre podemos reír… es una buena manera de bajar al sepulcro.

 

 

 

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