Jacques Sagot, Revista Visión CR.
Un hombre vive al pie del monte Everest. Cada vez que abre la puerta de su casa, ve una masa de piedra de 8 848, 86 metros de altura. Casi nueve kilómetros verticales de piedra. Es violento e impositivo. No admite competencia alguna. Exige: “¡mírenme, admírenme, y témanme”! Se sacude de su lomo a los más temerarios alpinistas, y los deja morir de hipotermia, de gangrena, de hipoxia y de extenuación.
Cuando el hombre mira por la ventana, ahí está también el monstruo. Desde el patio, el coloso es igualmente despótico, y domina todo el campo de visión. Durante las noches, se hace sentir: la piedra descomunal respira: es el ulular del viento a través de sus desfiladeros, y el sordo tronar de las avalanchas. Cada día luce distinto. Cambia con las estaciones y con la menor fluctuación de la luz, tal el caso de la Catedral de Rouen, a la que Monet consagró sesenta y dos lienzos. Pero siempre está ahí. ¿Ahí? ¡No: ese es el problema: es ubicuo, omnipresente, inescapable! ¡Un tirano que le roba al hombre el cielo, las nubes, el sol, hasta su propia sombra! ¡También saquea sus noches, ocultándole sus amadas lunas y estrellas!…
¡Él quiere serlo todo, y a fuerza de querer serlo todo, termina por no ser nada! Su inmensidad, paradójicamente, lo invisibiliza. Es tan grande, que el hombre ya no puede verlo. No tiene contornos que lo limiten o contengan. Es simplemente monstruoso. Una idiota montaña que no cesa de crecer. Idiota, sí, en su mudez, en su odiosa corpulencia, en su empecinamiento en cubrir la totalidad del panorama visual del hombre. No es más tonta porque no es más grande.
El hombre es el más miserable ser humano del mundo. Vivir apabullado por semejante grandullón… vaya calamidad. Blaise Pascal decía: “El silencio de los espacios constelados me aterroriza”. Al hombre lo sumía en el pánico el mutismo de aquel coloso de piedra caliza, dolomita, cuarzo y arcilla. Lo había interrogado mil veces… y solo el eco distante respondía a sus palabras.
Un día cualquiera un grupo de geólogos y expertos de la geodesia llegan a tocar la puerta de su casa. Le preguntan qué se siente vivir al pie del monte Everest. El hombre responde: “¿Y ustedes se dicen científicos? ¡El monte Everest no existe! ¡Yo, por lo menos, jamás lo he visto ni escuchado! Miren, miren en torno a ustedes: ¿alcanzan acaso a verlo en ningún lugar? ¡No existe, jamás ha existido el monte Everest! ¡Se los asegura un hombre que supuestamente vive a sus pies!
¡Nadie está en mejor posición que yo para afirmarlo: el monte Everest es mera superstición, una arcaica, ancestral fantasía religiosa! ¡Me extraña que ustedes crean en esas supercherías! ¡No tengo evidencia empírica alguna de la existencia del monte Everest! ¡He pasado mi vida tratando de atisbarlo, y ni una sola vez se ha insinuado ante mí! Los científicos siguen su curso, y dejan al hombre hablando solo, lívido, los ojos exorbitados, librado a lo que asumen es un rapto de locura.
Dios es como el monte Everest.